Violencia
El politólogo estadounidense Immanuel Wallerstein (1983) decía: "temo la ira de los dioses, porque he sido moldeado en la misma fragua ideológica que todos mis pares y les he adorado en los mismos santuarios".
En estos últimos días he estado pensando sobre el concepto de 'violencia', preguntándome si somos un país intrínsecamente violento a la usanza de toda América Latina, en especial de aquellas naciones-estado que han sufrido dictaduras o guerrillas como Argentina o Colombia. Somos naciones colonizadas a la fuerza, del conquistador pasamos al terrateniente, en la dialéctica hegeliana del 'amo y el esclavo'. No hicimos una revolución cultural a lo Mao Zedong (más violenta incluso con la muerte de 30 millones de personas), sólo llevamos a cabo nuestras insurrecciones con más expresiones iracundas que confrontación de ideas diferentes, no conocemos la palabra 'otroriedad', porque estamos demasiado inmersos en sí mismos y en nuestro etnocentrismo (Rorty, 1998). Por ende, la violencia se comporta en nuestras vidas como el pan de cada día, y se reproduce desde las organizaciones y la institucionalidad a los espacios cotidianos de ser y convivir, y como un círculo tóxico y en efecto boomerang se devuelve de la ciudadanía hacia el Estado. .
Las prácticas de la violencia que 'se combate con violencia' se observan en la militarización de la Araucanía, en el despliegue ostentoso y provocador de un contingente de 40 mil uniformados que estarán a la espera de cualquier escaramuza para convertirla en combate campal a un año de la conmemoración del 18/O. Pero también se perciben como una arma política de jóvenes que no 'hacen leseras' como dice el padre Felipe Berríos, que saben muy bien cuál es la lucha y contra quienes, que en años de vejaciones socio-económicas y de vivir en el mundo paralelo del no privilegio le encuentran sentido a destruir todo lo que encuentren, porque lo público no les pertenece, ya que el Estado como padre tóxico los/as abandonó. No hay mucho que perder, pero sí mucho que ganar en un protagonismo efímero de 'primera línea' que los convierte en marchantes de una guerra de guerrillas. Y de nuevo la juventud abandonada (la vejez también, pero con menos energía) reproduce el abandono de sus familias y del gobierno de turno a través de más violencia. Por supuesto, la política en parte es enfrentamiento como dice Carl Schmidt (1932), pero también es comunicación y acciones colaborativas como precisa Hannah Arendt (1958), no es destrucción es refundación ética del sentido de lo humano (Maturana, 1991)
Somos capaces de 'normalizar' el uso de la violencia en espacios públicos y privados, se ha convertido en el 'habitus' como diría Pierre Bourdieu (1979) de nuestras acciones humanas en el país, se refleja en insultos y descalificaciones en redes sociales, en amenazas, en amedrentamientos, en el uso de la fuerza y en la violencia pasiva que permite que spots propagandísticos digan "el/la que piensa, aprueba", o "quien tiene sentido común, rechaza". La vemos en el aumento de los femicidios y ataques reiterados a mujeres, a niños/as y a sectores históricamente vulnerados, quienes aparecen en estadísticas y matinales haciendo una violencia simbólica a través de la re-victimización y 'farandulización' de la condición humana.
Hablar de violencia en escenarios tan complejos como los que estamos viviendo ad portas de la conmemoración de un año del estallido social y en pleno proceso de conversaciones constituyentes es como referirse de la peligrosidad del Covid-19, se propaga rápidamente, cobra vidas humanas y nos deja grandes secuelas. Sólo nosotros/as por medio de una sutura (Zizek, 2001) de democracia afectiva (Walter Riso, 2019) podremos zurcir nuestra democracia incompleta y transformar la violencia cultural instalada en nuestro ADN.