Uno de los fenómenos más alarmantes de la vida social en el Chile contemporáneo, lo constituye el incremento de la criminalidad y la violencia contra las fuerzas policiales.
En menos de un mes han muerto tres carabineros a manos de la delincuencia.
¿A qué puede deberse un fenómeno como ese?
Ha de haber varios factores; pero entre todos uno indudable: se ha socavado su legitimidad.
La vida social está constituida por una amalgama de reglas y costumbres, la mayor parte tácitas o implícitas, que cuando tienen plena vigencia se antojan naturales como la respiración. Ese conjunto de usos sociales establece lo que es lícito de hacer y lo que no, lo que es correcto y lo que es incorrecto, lo que es legítimo y merece obediencia y lo que es ilegítimo y debe ser resistido.
En otras palabras, ese océano de usos sociales funda a la autoridad y enseña el deber de obediencia a ella.
Pero esos usos sociales no se sostienen solos. Es necesario enseñarlos y aprenderlos.
Una de las tareas de las élites (o si se prefiere de las minorías excelentes de esas que hay en todas las clases y en todos los sectores) consiste en transmitirlos a través del sistema escolar y los medios de comunicación. Pero si las élites (v.gr. las élites políticas o los medios) en vez de enseñar esos usos sociales que trazan la línea que divide lo legítimo de lo que no lo es, se dedican, por ignorancia, lenidad, convicción ideológica o simple estupidez, a deteriorarlos, a relativizarlos, o lo que es peor a corroerlos, entonces ese entramado invisible de la vida social principia a desaparecer y se desdibuja.
Y eso es, desgraciadamente, lo que ha estado ocurriendo en Chile.
Se ha venido configurando una lenta pero persistente deslegitimación de la policía, a la que se ve como un aparato meramente represivo, y a la que se presenta como un enemigo de la libertad. Ha contribuido a ello, desde luego, el comportamiento de las propias fuerzas policiales (es cosa de recordar el caso Catrillanca, o los desfalcos en que incurrió parte del alto mando); pero sobre todo se debe a la irresponsabilidad de la clase política (parte de la cual hoy gobierna) la que, en vez de prestar apoyo a la fuerza pública, muchas veces pareció esmerarse en deslegitimarla, en deteriorarla, como si cualquier intervención de la fuerza frente a la delincuencia o el desorden hubiera sido ilegítima.
El resultado está a la vista.
Ese fenómeno ha deslegitimado el quehacer policial, ha disminuido su poder simbólico. Si antes un policía poseía el aura y el prestigio del poder estatal, hoy día carece de él. El problema es extremadamente grave porque como es obvio, la capacidad de control de la policía no depende solo o únicamente de la fuerza de que dispone, sino sobre todo de la nube de prestigio y legitimidad que al rodearla inhibe el empleo de la violencia en contra de ella. Pero una vez que esa nube de prestigio se disipa (gracias entre otras cosas al discurso que alguna vez profirieron o cohonestaron las mismas autoridades que hoy tienen el control del estado) la policía queda indefensa, sin ese escudo que es muchísimo más eficaz que cualquier medio material.
Urge pues reconstituir el aura de prestigio de la fuerza pública y para lograrlo las élites (partiendo por las élites políticas, las instituciones educativas y los medios de comunicación) han de evitar el simplismo de creer que siempre que la policía emplea la fuerza ello es lesivo de los derechos de las personas, olvidando así que sin esa fuerza la vida social simplemente no existiría.
Si esa aura de prestigio no se hubiera deteriorado, es probable que los tres carabineros no hubieran sido asesinados. Pero despojados de esa aura de legitimidad y prestigio, ni los asesinos se detuvieron, ni esos carabineros hoy difuntos (como dijo entre sollozos el padre de uno de ellos) sintieron que podían emplear la fuerza para hacer cumplir la ley.