Las capas de la barbarie
La escena de un grupo de iquiqueños quemando las pertenencias de emigrantes (mientras otros cientos los celebraban, azuzándolos) es de los acontecimientos más relevantes de los últimos días. Frente a él palidece la disputa presidencial, o el 10 por ciento o, incluso, el debate sobre el aborto.
¿Por qué?
La razón es que ese acontecimiento mostró cuán delgada es la superficie de la civilidad y del respeto por el otro. Basta un conjunto de carpas que afean la ciudad, costumbres ajenas o acentos extraños sostenidos durante un tiempo, para rasgar esa delgada superficie y para que afloren una por una lo que pudiéramos llamar las capas de la barbarie.
Esas capas son de variada índole.
Ante todo, y en el nivel más superficial, se encuentra el temor -un temor irracional- a que el otro, el extraño, arrebate lo propio: el trabajo que se tiene, la familia que se quiere, los espacios que se ocupan. Esta es la capa más superficial: la idea que el emigrante causa daño y arrebata bienes materiales que en justicia pertenecerían a los nacionales antes que a ellos. Si usted preguntara a esos cientos de personas que se manifestaron contra la presencia de emigrantes porqué lo hacían, seguramente racionalizarían su molestia esgrimiendo un argumento de justicia. No es -dirían- el odio lo que los mueve, sino la protesta por una situación injusta, por una mala política migratoria, etcétera.
Pero sabemos, desde Freud, que las explicaciones que cada uno da acerca de su propia conducta suelen ser disfraces de sentimientos más profundos cuyo sentido se escapa incluso a quien los siente. Es lo que ocurre con ese argumento de justicia. El argumento es falaz porque nadie reacciona así frente a la competencia por el empleo o la ocupación de los espacios públicos. Sin embargo, en esta ocasión ellos sí lo hicieron ¿por qué? La razón parece obvia. Lo que desata el tipo de comportamientos que vimos en Iquique no es la injusticia que se padece, sino la mera presencia del otro en esos espacios. No es el hecho de perder el empleo o de no disfrutar del espacio público el problema (puesto que eso es algo que todos aceptan sin mayores aspavientos cuando ello ocurre a manos del vecino), sino la circunstancia de que ello ocurra como resultado de la presencia de otro, de un extraño, lo que desata esta reacción. Hay algo pues de simple xenofobia en todo esto y algo de inocultable racismo.
Y esa hostilidad hacia los extranjeros -que se transforma rápidamente en xenofobia- tiene todavía una capa más profunda.
Se trata de la idea que el otro, el extraño -para nuestros efectos, el venezolano, el haitiano- nos roba algo que no es propiamente material, sino algo simbólico que nos constituiría como comunidad. Cuando esa horda -no se la puede llamar de otra forma- gritaba ¡y llegaron los chilenos! mientras arrojaban las pertenencias de los emigrantes a la hoguera, estaban revelando el lado más oscuro y tribal del nacionalismo: la idea que los nacionales de un país poseen algo que los unifica y que el extranjero, con su sola presencia, amenaza. Freud, en sus estudios sobre Psicología de las masas, observó que en este tipo de grupos de enardecidos siempre aflora un anhelo libidinal, un deseo, erigido en torno a algo. Ese algo diferenciaría a la tribu nacional del extranjero. Sería aquello que el de la tribu posee y que el extranjero amenaza con su sola presencia. Sobra decir que esta dimensión tribal del nacionalismo -inconsciente e irracional- es la más peligrosa de todas puesto que basta un liderazgo audaz para que se constituya en combustible de una fuerza política.
Afortunadamente en Chile no ha asomado ese tipo de liderazgos que hacen de la xenofobia -la mayor parte de las veces disfrazada de nacionalismo- el cemento de la cohesión política. Es este un signo alentador de que, a pesar de todo, y no obstante esas hordas que causan vergüenza, todavía la delgada capa de civilidad no se rasga totalmente entre nosotros.
"En lo ocurrido en Iquique (una horda maltratando inmigrantes) existe un fondo de irracionalidad inconsciente contra el que hay que luchar: la idea que el otro, el extraño, con su sola presencia nos roba algo que nos pertenece.