Mariano Puga, el "cura obrero" según Jorge Baradit
El escritor chileno publicó la segunda parte de "Héroes", un compendio de perfiles del que adelantamos una parte del capítulo "Mariano Puga, el cura obrero", párroco de La Legua fallecido el 14 de marzo de este año.
Un hombre anciano está arriba de un andamio de palos, pintando con brocha una escuela pobre en medio de una pequeña islita en el sur, a kilómetros de la isla grande de Chiloé. Usa ojotas, no tiene calcetines y hace frío. Se cubre la cabeza con un gorro de lana que alguna vez le regalaran y el cuerpo con un chaleco muy grueso. Está cansado, pero falta poco para terminar. La mitad del techo ya está lista y solo queda la fachada.
-¿Un matecito? -le gritan desde abajo.
-¡Ya! -responde con entusiasmo-. ¡Ayudaría a capear el frío!
Se sienta en el andamio. La paga por el trabajo no es mucha. No cree que le alcance para comprar un saco de harina para el pan y las ampolletas que le faltan a su mediagua. Este mes pensaba también conseguir una frazada extra. Tiene un poco de sueño, los ojos se le cierran solos y entre la modorra siente que alguien lo llama.
-¡A almorzar, chiquillo de moledera!
Es la voz de la institutriz francesa, que le grita con un chilenismo que le suena muy divertido. El niño deja en el suelo el bate de cricket con el que juega junto a sus hermanos en los patios de la casa en Pirque. Hay sol, hace calor y está sudando. Antes de entrar, se gira a mirar algo que notó con el rabillo del ojo: un pintor de brocha gorda trepado en un andamio a gran altura junto a la pared del establo que, sentado, toma algo en un tarro de conservas. El niño se queda mirándolo. Se ve anciano y muy cansado. Lo saluda moviendo la mano. La institutriz se le acerca y lo conduce al interior de la mansión familiar, mirando de reojo al pintor que devuelve el saludo moviendo apenas su mano derecha.
-¿Quién es ese caballero? -pregunta el niño.
-Nadie, nadie.
Es octubre en el archipiélago chilote, el anciano tiene frío en sus articulaciones. La isla donde está la escuela, rara vez es visitada por más gente que sus propios habitantes. Y no es de extrañar que así sea. Él, para llegar allí, debió caminar ocho kilómetros entre piedras y barro, tomar un bote que navegó dos horas antes de recalar en la playa, saltar y caminar otros buenos metros con el agua gélida de Chiloé hasta las rodillas. Luego, recorrer seis kilómetros más por una pendiente suave hacia arriba hasta llegar a la minúscula escuelita, donde lo recibieron un par de señoras hoscas y desconfiadas que le entregaron un tarro de conservas cuando les pidió una taza para el té.
La loza en el comedor donde esperan al niño sus padres y hermanos tiene dibujos preciosos. Por primera vez nota que incluyen las letras R y S en la floritura. Pregunta por ellas mientras la servidumbre desfila escanciando el agua y el vino y les sirve un plato de sopa.
-La R es por el apellido Riquelme -dice su madre, Elena Concha Subercaseaux-. Tu abuelo estaba emparentado con la madre de Bernardo O'Higgins. Y por el otro lado, la familia llega hasta Mateo de Toro y Zambrano. Tú ya sabes quién fue él, ¿no?
-Sí -responde el niño, con gesto cansado-. El presidente de la primera junta nacional de gobierno.
-In English -dice el padre.
-Excuse me, father. He was the president of the first national government board, father.
El niño mira por la ventana. El pintor ha regresado a sus labores a casi cinco metros de altura, sin ninguna amarra, equilibrándose en un tablón de apenas unos centímetros mientras mueve y mueve la brocha sobre el costado del techo de la escuela. Ve que se toma la espalda; su cansancio es notorio.
-¿Se va a quedar a tomar once acá? -le preguntan las señoras chilotas, envueltas en mantas de lana tejida.
-No creo -responde el anciano-. Tengo que llevar unos sacos de cebollas mañana a la gente de Tenaún. Me están esperando hace dos días. Ya deben pensar que me ahogué por ahí en un canal-se ríe, pero las señoras no. Le responden con rudeza:
-Yo creo que ya no se fue, oiga. Le quedan pocas horas de luz y el Carloncho no se lo va a llevar en el bote de noche. La Aurelia tiene un catre en su casa donde puede dormir, pero mañana se va tempranito eso sí.
-Muy agradecido -murmura.
Al cabo de unas cuantas horas más de trabajo, ha terminado. Baja del andamio y se sienta a tomar té con las señoras, las que le cuentan un par de historias sobre asaltos y gente muerta de las maneras más horribles y luego lo encaminan hacia la casa de Aurelia con el chonchón encendido. Hace mucho frío, la humedad se congela al circular como agua entre los troncos y hiela la piel expuesta.
La casa de Aurelia es muy humilde. Le recuerda aquellas que vio por primera vez hace tantos años, junto a un canal de aguas negras. Pero allá, en ese canal espantoso, la gente construía sus ranchas con materiales de desechos, tablas y cartones. No tenían otro lugar dónde ir. Sus parientes vivían en condiciones aún peores. Ellos estaban abandonados por el país, no tenían educación, atención médica, comida... Solo sus casuchas, verdaderas tolderías malolientes de piso de barro, en donde corrían dos o tres niños semidesnudos por familia, alimentándose directamente de los cerritos de basura que se acumulaban cerca. Era la peor tierra y nadie escogía vivir ahí, junto al Zanjón de la Aguada que llevaba toda la mierda de Santiago en su caudal. Solo lo hacían los que no tenían nada. Ese lugar era un congelador en invierno y una caldera asquerosa en medio de una infernal nube de moscas en verano. Los niños pasaban del asma y la bronquitis obstructiva a las diarreas e infecciones de todo tipo.
Él se horrorizó al ver las condiciones de vida de esas personas y comenzó a llorar sin freno. No era posible que en pleno siglo XX hubiese aún gente que sobreviviera de esa manera.
«¿Dónde vivirá ese pintor?», se preguntó el niño. La señora Elena se inclina para ver qué tanto curiosea su hijo hacia afuera, mirando por el jardín delantero.
-Dile al capataz que lleve al pintor a la casa de Santiago este verano -dice la madre-. Hizo un muy buen trabajo en los adornos de la laguna y las cocheras. Me gustaría que pintara los muros de la entrada de carruajes.
-¿Cuándo regresaremos a Inglaterra? -reclamó uno de los hermanos-. Me aburro en Chile. It's a really annoying country, daddy.
-No volveremos. El próximo año ingresarán a The Grange School, en Santiago, y luego irán a la Universidad Católica de Chile. Una vez recibidos, podrán irse donde ustedes quieran -dictaminó el padre.
-¿Donde yo quiera? -preguntó Mariano.
-Donde tú quieras -respondió Mariano Puga Vega, exembajador y senador de la República, fundador del partido liberal y multimillonario.
Elena, su esposa, heredera de las viñas Concha y Toro, criada en el palacio frente al teatro Municipal de Santiago, asintió a la mirada feliz del niño.
Años después, Mariano Puga hijo está en el suelo, en medio de la Alameda, estirando sus brazos hacia los pobladores y pobladoras mientras son golpeados a patadas y palos por Carabineros, mojados por los carros lanza agua y asfixiados por gases antidisturbios.
-¡Que nadie responda los golpes! -grita cuando un bastonazo le da de lleno en las costillas.
Mariano Puga nació en medio de la aristocracia más tradicional y poderosa del Chile antiguo. Esa de palacetes repartidos por el país, temporadas en Europa, muebles comprados y trasladados en barco desde Inglaterra y París, meses completos viviendo en hoteles franceses, acarreando familias de servidumbre, pasteleros, chefs e institutrices para sus hijos. Un Chile minúsculo, el de unos pocos cientos que controlaban toda la nación, su dinero y su propiedad. Y así, de los colegios ingleses Mariano pasó al Grange, de ahí a la Escuela Militar y luego a la Pontificia Universidad Católica de Chile, donde ingresó a Arquitectura.
En su vida, Mariano había visto muchas cosas y lugares por las que sentirse asombrado, pero fue el horror de los campamentos chilenos de los años cuarenta y cincuenta lo que lo impactó de tal manera que organizó escuadras de estudiantes universitarios para ir en ayuda de esas personas que vivían, abandonadas por el sistema, en condiciones infrahumanas. «Vi niños comer de la basura (...) en medio de las heces del Zanjón. Nos hincábamos y las chinches nos subían por las piernas», recordaría.
El sacerdote mariano puga falleció en marzo pasado.
Por Jorge Baradit
SEBASTIAN BELTRAN GAETE/AGENCIAUNO