Agosto
Aquí estamos, Andrés, en el mes en que aprendimos a vivir como se viven las grandes ausencias.
Aquí estamos, en tu Antofagasta que da vueltas de carnero entre la modernidad y el caos, entre las nostalgias de los que vivieron el tiempo de otra magia y el empuje de la fuerza nueva y de su gracia.
Pero ya no están, Andrés, tantas cosas que hacían la vida dulce, ya no tropiezo con la maravilla en cada esquina, ni siento en el aire la presencia de la serena confianza de vivir con el corazón esponjado.
El mar sigue siendo el más azul que hayas visto y tus cerros siguen cambiando de color cuando el día se saca el sudor de la frente y se retira a conversar con la luna. Los niños todavía responden las preguntas de Neruda con palabras que los grandes ya no usan porque las perdieron en la carrera compulsiva por correr hacia no saben dónde.
Algo nos pasó y algo nos pasa en esta carrera demencial por tratar de convencer que la elegancia del alma no puede atenerse a las ofertas de la vida barata. Para qué tanto ruido si la melancolía sigue mordiendo los talones que corren despavoridos, si las luces que atrapan los bolsillos no pueden encontrar las respuestas esenciales.
Ha sido un año en que casi todos quieren faltarse el respeto enrrollándose en una bandera de odiosidad que nunca conociste. Parece que la valentía ya no radica en la verdad que se defiende, sino en el puñal de las palabras más hirientes para dejar sin voz al que piensa distinto. Esta historia te resultará conocida y volverás a sentir el dolor que te dejó sin aulas.
Antofagasta necesita tu bonhomía, Andrés, necesita tu sonrisa acogedora y tu palabra certera, pero sin aspavientos. Ojalá puedas asomarte en una de tus esquinas para que las vueltas de carnero se detengan en el mejor costado de quienes, como tú, amamos tanto este pedacito de sol que nos abre el día.
Patricia Bennett R.