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"La Edad Media": Rafael regresa al país de Gumucio

Gumucio vuelve hacia sí mismo en "La edad media", la flamante novela (Hueders) del capo de la auto-sátira. Su trama recrea al Chile de los noventa al que aterriza después de vivir en París. Acá busca hacerse de un lugar sin los beneficios de su clase y trata de capear la soledad de las multitudes para convertirse en lo que sueña ser: un escritor de verdad. Entretanto, amigos y enemigos le avivan la cueca y el show.
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"La edad media" podría leerse como la continuación de "memorias prematuras". Aquí el escritor chileno narra su iniciación en la literatura, el periodismo y el amor.

Con "La edad media" (Hueders), Rafael Gumucio nuevamente aplica materiales biográficos para construir un relato situado entre 1988 y 1998. Son diez años de la historia de un joven veinteañero que quiere ser escritor. Todos los aprendizajes que experimenta tienen un escenario común: el despunte de la transición chilena a la democracia. Así, el protagonista vive su vida en una especie de reporteo medio gonzo y desesperado. Esto es Gumucio por sí mismo y los demás.

- ¿Qué te pareció la teoría que escribió Fuguet sobre ti? Dijo que te da pudor que la gente sepa que no eres sólo un payaso inteligente.

- Primero me dan ganas de decirle algo así como "escoba" y luego reconozco que me asombró saber hasta qué punto Fuguet sabe de mí. Nos conocemos desde hace 25 años o más, pero nunca hemos tenido una relación muy íntima. Es una relación larga, episódica. Dijo cosas de mí que le he contado a pocas personas, cosas que tengo claras, pero que me cuesta asumir. Sería deshonesto si no confesara que me gusta hacer el tonto para que no me pregunten cosas incómodas. Y es cierto, además, lo que dice en cuanto a que todo lo que yo hice, lo hice para contarlo, que lo viví para contarlo. No lo sabía entonces, pero esta ansiedad de estar en todas partes alimentaba mi literatura.

- ¿Y qué haces ahora al respecto?

- Con los años he llegado a creer que este rol de payaso lo hago porque me obliga a conocer mundos y personas que luego me sirven para contarlos. Muchas de las tonterías que he hecho o las polémicas en las que me meto, refuerzan el motor de mi escritura. Creo que si fuera un escritor serio, concentrado en su escritorio pensando, quizás no tendría de qué hablar. Mi vida en los medios de comunicación y la frivolidad en la que me he movido, junto a los egos de la tele, es parte de esto. He pasado parte de mi vida en cócteles y programas de televisión, escenarios muy absurdos, mundos que después alimentan mi escritura.

- Tus primeras memorias, a los 25 años, fueron sugeridas por Germán Marín, ¿cómo te convenció de hacerlo?

- Eso fue porque di una entrevista en el libro que escribió la Mili Rodríguez sobre el exilio, trabajaba con ella en el Apsi. Esto lo leyó Marín y me dijo que escribiera sobre eso, quería que alargara esa entrevista.

- ¿Y el joven Rafael de esa época sabía o no sabía si quería escribir sobre sí mismo?

- No, yo nunca pensé que iba a escribir sobre mí mismo, o sí, escribir sobre mí mismo como lo hace Proust, usando un aparataje ficcional suficientemente grande. Además, para lo que era la literatura de entonces, yo era un personajillo de segundo nivel, de la tele, y las memorias de la gente de la tele son bastantes vergonzosas.

- El nombre del libro, ¿alude a una época oscurantista o es sólo una alusión a la medianía de la vida?

- Es que yo creo que la Edad Media no fue oscurantista: fue la época de Santo Tomás de Aquino, de Dante, del Decamerón, una época muy creativa pero sí con mucho miedo, guiada por la visión de un súper dios. Creo que la transición chilena en alguna parte obedece a ese mundo. No fue un renacimiento cultural, lo que podría haber sido la movida madrileña, no era así para nada, era más bien medieval. Pero también rescato lo creativo, la efervescencia, la primavera. Creo que fue una época de miedos y de dogmas. No sé si Pinochet podía cumplir el rol de la Inquisición pero temores había, cruzadas también.

- Mientras hacías estas memorias ¿tuviste momentos en que te mirabas con extrañeza?

- Sí, bastante, pero no tanto como yo esperaba. Cuando escribí "Memorias prematuras" el personaje era bastante distinto a quien soy. Aquí hay demasiada semejanza, no he cambiado mucho pero sí hay cosas. Muchos de mis amigos que lo han leído, y que están reflejados en el libro, me dicen: "Sabes que yo quedo como un loco". La verdad es que no dejé mal a nadie, pero sí los dejé como locos. Claro que quizás yo también soy parte de esos locos. Quedé como un tipo bastante obsesivo y no he cambiado mucho.

La biografia

Gumucio cuenta que hoy, mirando hacia atrás, le parece extraña su biografía, su memoria: "Por ejemplo, la clase social a la que pertenecía. Yo me veía como alguien totalmente solo, sin familia, sin redes, sin seguridad de ninguna especie, pero tampoco me quejaba de ello. No tenía conciencia alguna de mi abuela, de mi mamá y de mi padre. Me veía como alguien de provincia que acababa de llegar a Santiago y tenía que impresionar a la gente", confiesa.

Cuenta que a la revista Apsi llegó de manera meritocrática, pudiendo haber ocupado los pitutos que tenía, que desde donde venía no existía esa lógica: "Yo hacía la cola aunque pudiera no hacerla".

- ¿Qué es lo que más echas de menos de tus veinte años?

- Casi nada, quizás solo la dimensión del tiempo que era infinito y que podía perder mucho tiempo caminando. Si pudiera haber vivido los veinte años sabiendo que al final iba a salir, iba a salvarme de todo este asunto, quizás lo habría disfrutado más pero es absurdo, es parte de mi identidad ya. Además me pasa algo medio inconfesable: que me siento físicamente igual que en esa época, no era muy deportivo ni enérgico en ese entonces y ahora tampoco, así que no siento como esa cosa de que el cuerpo te está fallando, que no tienes fuerza.

- ¿Te importa más el tema de la vejez y la muerte?

- Sí, la muerte me ha importado mucho, siempre. Cuando tuve a mis hijas se me quitó un poco el miedo y ahora que están un poco más grandes volvió el tema. Es raro estar vivo, "¿quién está viendo esto?", "¿para quién estoy filmando yo esta película?", esas son las preguntas que me he hecho toda la vida. "Por qué ahora, por qué no antes, por qué no después, por qué me tocó a mí", todas esas preguntas, bien adolescentes, no me han abandonado nunca, desde los nueve años han estado en mi vida.

- ¿Y el asunto de la castidad, este cuerpo que fue virgen hasta los 25 años?

- Eso es bien asombroso, ¿no? Y entiendo por qué fue, porque no tomaba, no tenía amigos.

- Hablas también de la coquetería de la soledad.

- Sí, pero esto va a ser polémico: yo soy un hombre totalmente matriarcal, no aprendí el abuso, el piropo, todas esas cosas. Nunca hice eso y mi premio, por mi buen comportamiento, fue nada, fue un castigo.

- ¿Por ser matriarcal? Explícame.

- Es que las mujeres debieran premiar a los que no son abusadores, en vez de castigarlos. A mí me castigaron por no piropear, no toquetear, no abusar, digamos. Fui considerado un idiota.

- Pero ganaste estar cerca de las mujeres.

- Pero yo también quería estar adentro. Las técnicas de seducción de mi época eran las mismas de la época de las cavernas, espero que ahora no sea así.

- En un momento dices que tus alumnos o hablan bien de sus compañeros o no hablan, distinto a tu época en que los ataques eran bien crueles.

- Sí, pero hacen algo mucho peor que lo que hacíamos nosotros: se ignoran. No se pelan, pero cuando alguien les cae mal, lo borran. Y es terrible, un acto de máxima violencia. A veces se transforman en fantasmas y no se soluciona el problema porque el fantasma sigue existiendo. Yo he pelado con mucha gente y muchas veces me he tenido que tragar mis propias palabras. He sido cruel y duro con muchas personas, pero luego hemos entrado en diálogo. Muchos de mis mejores amigos han sido también mis enemigos. Yo nunca me asumí como frágil, había que hacerse fuerte.

- ¿A quién le mostraste el borrador de "Edad Media"?

- Lo trabajé con mi editor, Álvaro Matus, y con Rafael López, de la editorial. También se lo mostré a mi mujer y a mis hermanos, una versión muy primitiva. Y a nadie más. Tenía conciencia que el libro era bien poco ofensivo y eso es quizás de lo único que me arrepiento: de no haber sido más ofensivo. No es que yo me calle mucho o me arrepienta de lo que pienso o que me calle los defectos de mis amigos, pero todo está dicho desde una cierta tolerancia, simpatía, una cierta admiración.

- ¿Te guardaste recuerdos?

- Sí, hubo cosas en las que podría haber sido más virulento en los adjetivos. Mi actitud fue un poco decir que la gente que me rodea, que me rodeó, que fue parte de ese mundo, era bien asombrosa. Algo que es bien poco chileno, como la admiración. En mi libro no hay mucho ninguneo. Lo hay, pero no tanto. Es medio patético tener amigos -sobre todo escritores, artistas, intelectuales- y encontrar que son "penca". Si son tan "pencas" entonces ¿para qué ser amigos de ellos?

- Quizás son "pencas" a ratos nomás.

- Sí, pueden tener muchas cosas "pencas" pero sí, Roberto Merino está tratado ahí como si fuera un gran escritor. Y yo creo que lo es, pero podría haber apostado por algo más químico. Quizás en veinte años más haga eso. Hay un libro maravilloso y terrible de Hernán Valdés, "Fantasmas literarios", que habla de toda su generación y los trata muy mal: sale Parra y Lihn y los muestra desde la pica.

- ¿Se viene una tercera parte más malévola?

- Me tienen que sobornar primero. No tengo pensado nada, pero seguramente volvería al mito familiar en una época curiosa que fue lo del Clinic y sus alrededores. Para mí fue una gran influencia ese tiempo.

- Esto de escribir "a patadas con las palabras, ¿se te ha vuelto un estilo?

- Sí, hay que hacer algo con las palabras: patearlas, abrazarlas o morderlas, pero lo terrible es la prosa que deja a las palabras indemnes, sin cambio. Últimamente siento que mis textos son bastante acariciantes con las palabras. Ahora no escribo tanto como hablo. Al final encuentro que esa crítica es como una alabanza.

- ¿ Te gustaría volver a la tele?

- Hace muchos años que nadie siquiera osa en proponerme la sombra de un proyecto. Parece que pasé de moda. Y la verdad es que no lo he echado de menos, porque la tele consume muchas horas mentales. Sobre todo horas de gente comentando y eso me quita horas de escritura.

- Ahora, ¿en qué andas?

- Estoy terminando una obra de teatro sobre San Pedro y San Pablo que quizás se monte en 2018. Es sobre los comienzos del cristianismo, sobre cómo se construyó, sobre las sectas y el fanatismo, sobre la construcción de un ideario.

Rafael Gumucio Editorial Hueders 274 págs.

$ 14 mil.


LA ROCHEFOUCAULD

Gumucio se reconoce un esclavo de las propuestas, y como tal no pudo resistir a la del poeta Adán Méndez, de Ediciones Tácitas, con quien trabajó codo a codo sobre un ejemplar subrayado de las "Máximas" del escritor francés François de La Rochefoucauld. "Fue un hombre muy católico, con una punta de cinismo en el sentido de que cree que los defectos también ayudan y que no hay que quitarle al ser humano sus defectos porque también son un motor. Cree que los hombres no son muy mejorables y es bien poco lo que pueden cambiar".


"La edad media"

Por Amelia Carvallo A.

"Si fuera un escritor serio, concentrado en su escritorio pensando, quizás no tendría de qué hablar".

Pablo Tomasello

"Sería deshonesto si no confesara que me gusta hacer el tonto para que no me pregunten cosas incómodas".

Una cara en el espejo

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Recuerdo el día en que empecé a tener cara de adulto. Muerto de sed, me levanté a medianoche hacia el baño de la casa de mis padres, con los que vivía todavía. Sin encender la luz, me miré y no me reconocí. Era y no era yo. Ya no quedaba nada de esa cara de tragedia, de hambre, de espera, que no sabía si mostrar o esconder ante las mujeres que trataba de seducir con los ojos, mascota salvaje que posaba siempre entre los jumpers de mis compañeras de curso, quienes me sometían cada vez que podían a alguna variante de la ley del hielo.

Ya no era una posibilidad. Era alguien. Acababa de cumplir 25 años, pero tenía la misma cara que tendría a los 50, a no ser que interpusiera entre mi rostro y yo una barba como recurso de amparo, como una forma de desviar la potencia misma de ese rostro que ahora se me revelaba. Mis opiniones y mis dedos siempre manchados podían permanecer en una pubertad infinita, mientras que mi cara decidió a los 25 años convertirme en un señor hecho y derecho, una cara agraciada solo a ratos, imposible de estilizar o de dibujar de un solo trazo sin que se confundiera con otras cien caras iguales a la mía a la salida del cine Lido, Gran Palace, Capri. Era un caballero, un jubilado de 20 años, un diputado de Renovación Nacional, un dueño de fundo tranquilo que arrastra los restos de sus ancestros. Una cara más que cómoda y acomodada, que podía leer a Rimbaud o a Baudelaire, pero que no sería jamás un poeta maldito; a no ser que, como el poeta Enrique Lihn, se refugiara en una mueca de sospecha eterna.

Ni feo ni buenmozo, mi cara era una despedida de los fuegos de la juventud, de cualquier locura y heroísmo. Era un aprendiz de adulto que no podía retroceder: estaba atrapado en el presente, lanzado hacia el futuro. Me vestía con la ropa de mi tío ministro, heredada pese a medir 30 centímetros menos que él. Y mi pelo expulsaba caspa por todas partes. Mucho antes de que lo hiciera mi mente, o mi estado civil, mi cara se asentó en una versión inesperadamente tranquila de mí mismo. Sin esposa, vivía como casado; sin trabajo estable, tenía pinta de funcionario; sin pesar un kilo de más, me veía fofo; escribiendo nada más que críticas de televisión en la revista Apsi, ya era un cronista chileno, de esos que acumulan polvo en la hemeroteca de la Biblioteca Nacional. Profundamente chileno en esa redondez saludable, mi cara confirmaba lo que mi carnet de identidad señalaba: profesor de castellano, nacido en Santiago de Chile en 1970.

Nunca había sido más triste ser profesor de castellano y más vergonzoso parecer un funcionario que en ese entonces. El año 1995 todo el mundo quería ser distinto. La ropa usada americana llegó por kilos y acabó con la uniformidad que distinguía a los chilenos hasta entonces. La rutina y la normalidad eran tan nefastas como la pobreza, la enfermedad o la debilidad. Todo era emprendimiento, inversión, crecimiento. Los condominios que se construyeron jugaban a ser mansiones con nombres que recordaban La Dehesa o Lo Curro, aunque estuvieran en La Florida, Peñalolén o Maipú. La palabra burgués había pasado de ser un anatema con el que nadie quería cargar, a ser simplemente invisible. Todos eran tan burgueses que resultaba redundante decirlo. Se buscaba entonces ser algo más: empresario bohemio, emprendedor insomne, especulador nietzscheano.

Adelanto del libro "La Edad Media"

Por Rafael Gumucio