Hablante del desierto
Cuando dejé, 1932, de mirar mis piedras, de verlas, me sentí como partido, como hombre al que le faltaba la mitad de su verdad. Cuando al retorno, 1953, decidí quedarme para la eternidad, entre mis cerros, sirviéndolos y gozándolos en su dramatismo, lo decidí por presión geográfica: caminaba por una calle (casi noche) y me llegó el olor del mar. Me pareció que por primera vez lo percibía y me sentí pleno; ese olor, era lo que necesitaba para integrarme.
Lo asocié a otro que ya me había vencido en la pampa: el de yodo. Rompí el pasaje de regreso a Santiago y me juré permanecer fiel a mí mismo, a mi totalidad de hombre con su paisaje a cuestas. Olor de pampa, olor de mar: olor de inmensidades. Historia que parece literaria y no tiene ninguna línea de tal...
A las once de la mañana del 8 de diciembre de 1961, me dejaron solo delante del gentilar de Chiu-Chiu, donde había unas setenta momias a la intemperie. Pegaba el sol fuerte de la pampa. Me fui acercando a ese jardín atroz.
Me dediqué a contemplarlas. Me pareció que dejaban de ser momias… que estaba solo, que no era verdad aquello que negreaba en mi torno. Escribí el poema. Todo era real: ellas, las actrices, las momias, sobre el desierto y rodeadas de huellas.
El gentilar quedaba en un declive del terreno, semiescondido. De lejos no se veían. Uno caminaba y en un segundo aquella bajada a la muerte. A dos cuadras, una cancha de fútbol. Mientras escribía escuché dos veces: ¡Gol! Sonreí. El contraste resultaba tremendo.
La influencia más directa del paisaje en mí, es la imagen: como un plato caliente de sopas de oro, el sol va quemando vuestras bocas. Me pareció que el sol las entibiaba… Los demás elementos son los que formaban el paisaje en que estábamos. La idea de tertulia desolada se completa con el juego de la adivinanza de la nada: sentadas están las momias, como en una fiesta en que no pasa nada, en que no se bebe nada, en que no se habla nada… ¿Qué otra cosa puede inquietarlas sino la nada?.
Andrés Sabella