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Del prejuicio a la confianza

LA REGIÓN QUE SOÑAMOS. Francisca Navarro, Ingeniera Civil Industrial.
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"Cuando las personas ya no se ven, ya no hay comunidad, solo individuos perdidos y desorientados. En esta obra, la ceguera colectiva simboliza nuestra incapacidad para reconocer la humanidad del otro, una metáfora que describe con precisión cómo tratamos a las personas en situación de calle". Francisca Navarro, Ingeniera Civil Industrial

"Probablemente se hace necesario volver a contar a las personas en situación de calle".

Con esta declaración, emitida el 30 de junio de 2022, la subsecretaria (s) de Servicios Sociales del Ministerio de Desarrollo Social destacó una inquietud urgente: el aumento de casi un 40% de las personas que habitan en el espacio público en Chile. Sin embargo, este llamado trasciende las cifras y plantea una cuestión ética fundamental: ¿por qué es necesario contar a quienes parecen haber sido olvidados?

Contar a alguien no es un simple acto estadístico; es un ejercicio de reconocimiento. Contamos aquello que valoramos, aquello que consideramos esencial para nuestra existencia. Este acto, como sugiere el filósofo Emmanuel Levinas, implica asumir una responsabilidad inherente hacia el otro. Reconocerlo es verlo, escucharlo, cuidarlo; es darle un lugar en nuestra visión del mundo y, con ello, devolverle su dignidad.

Un ejemplo que ilustra crudamente esta paradoja puede observarse en la ruta calle que realiza semanalmente Corporación Nuestra Casa. Don Milán, un adulto mayor chileno en situación de calle, duerme cada noche a un costado del edificio de la Gobernación Regional. Su presencia constante, a pocos metros del corazón del poder político regional, pone de manifiesto la ceguera colectiva hacia quienes han sido relegados a los márgenes. Este contraste -entre la cercanía física al poder y la distancia simbólica que perpetúa su exclusión- evidencia un profundo fracaso social: la incapacidad de reconocer y dignificar a quienes más lo necesitan.

El sinhogarismo, como manifestación extrema de exclusión social, no se limita a la desigualdad económica o a la brecha entre las élites y el resto de la población. Va más allá de la ausencia de un techo: despoja a las personas de su identidad, de sus derechos básicos y de su lugar en la sociedad. Ser privado de un hogar no significa solo perder un espacio físico, sino también el acceso a una vida digna, a la estabilidad emocional y a la posibilidad de proyectar un futuro. Esta exclusión las convierte en siluetas invisibles, relegadas a una categoría infrahumana, donde su existencia es ignorada o incluso rechazada.

Este olvido colectivo no solo las aparta de la comunidad, sino que las condena a una violencia constante. Según el Observatorio de Delitos de Odio contra Personas sin Hogar (HATENTO), casi la mitad de las personas en situación de calle han sido víctimas de agresiones debido a su condición. Este dato revela que el sinhogarismo no solo representa una experiencia de pobreza extrema, sino una vulnerabilidad múltiple que las expone tanto a la violencia estructural como directa. Ser invisibles en el espacio público no es únicamente una consecuencia del sinhogarismo, sino también una forma de violencia simbólica que perpetúa su exclusión.

A esta invisibilización se suma un estigma profundamente arraigado: las personas sin hogar son vistas como responsables de su situación o incluso como amenazas para el orden social. Estas narrativas, que alimentan la indiferencia colectiva, refuerzan las barreras que dificultan su reintegración. El sinhogarismo, entonces, se convierte en un círculo vicioso de exclusión, donde las políticas públicas muchas veces se limitan a la contención en lugar de promover soluciones estructurales.

Frente a esta realidad, el llamado a contar a estas personas debe ir más allá de una acción administrativa. Es un desafío ético que exige devolverles su rostro, su historia y su lugar en nuestra comunidad. Como lo señala José Saramago en Ensayo sobre la ceguera, cuando dejamos de vernos unos a otros, dejamos de ser una comunidad. Cuando las personas ya no se ven, ya no hay comunidad, solo individuos perdidos y desorientados. En esta obra, la ceguera colectiva simboliza nuestra incapacidad para reconocer la humanidad del otro, una metáfora que describe con precisión cómo tratamos a las personas en situación de calle.

Saramago nos desafía a superar esta ceguera moral. La verdadera humanidad, nos dice, comienza cuando recuperamos la capacidad de mirar al otro, no como un problema, sino como un igual. Reconocerlo implica devolverle el rostro y la dignidad que nunca debió perder. Porque quien no ve al otro, no lo oye, no lo toca, no lo siente, no lo reconoce.

Entonces, ¿qué región soñamos? Soñamos con una región donde nadie sea invisible, donde quienes habitan las calles no sean siluetas, sino vecinos con rostros y nombres. Una región donde la inclusión no sea un ideal inalcanzable, sino un compromiso colectivo. Este sueño no es una utopía: es un acto de voluntad que exige superar la indiferencia, mirar a los invisibles y reconocerlos como parte integral de nuestra comunidad.

Como plantea Levinas, el rostro del Otro nos llama a responder, a abandonar la indiferencia y asumir la responsabilidad ética de construir una sociedad más justa. Porque soñar con una región mejor significa, ante todo, imaginar un lugar donde todos, sin excepción, cuenten.