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Columna

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La importancia del clima de aprendizaje en la sala de clases

El logro académico de los escolares está fuertemente vinculado al estatus socioeconómico de sus familias. Niños y niñas con menores recursos materiales y culturales en sus hogares enfrentan mayores dificultades en su vida escolar. Sin embargo, salas de clases con buenos climas de aprendizaje añaden valor al proceso de escolarización, llegando incluso a compensar el efecto negativo de un menor estatus socioeconómico. Por clima de aprendizaje entendemos el ambiente psicológico y pedagógico que se crea en el aula, englobando factores tanto emocionales, cognitivos y sociales que influyen en la motivación, el compromiso y el éxito académico de los estudiantes.

En una investigación publicada recientemente buscamos medir el impacto de las variables del clima de aprendizaje en Chile. Utilizando los resultados de la prueba Simce de matemáticas de octavo básico, mostramos que una serie de variables del clima de aprendizaje podían explicar hasta un 14% de las diferencias en los puntajes Simce entre las escuelas, un efecto adicional al del estatus socioeconómico de los escolares. Es decir, incluso teniendo en cuenta las diferencias de recursos materiales, un buen clima de aprendizaje tuvo un efecto positivo sobre los niveles de aprendizaje alcanzados.

¿Existirán diferencias en el clima de aprendizaje entre tipos de escuelas o entre regiones? La encuesta a profesores que se realiza con el Simce ayuda a responder esta pregunta. En ella los profesores declaran cuan frecuentemente se presentan desórdenes que perjudican el clima en la sala de clases. El año 2018, a nivel nacional, un 79% de los profesores declaró que nunca o pocas veces se presentan desórdenes de este tipo. Se trata de un buen indicador global, reflejo de que -al menos durante ese año- los desórdenes en la sala de clases no estaban extendidos.

Al analizar este indicador por tipos de escuelas emergen diferencias importantes. Mientras un 85% de los docentes de colegios particulares pagados afirmó que nunca o pocas veces se presentan desórdenes en sus aulas, entre los de escuelas municipales este indicador alcanzó el 77%, muy similar al 79% registrado entre aquellos de establecimientos subvencionados. Así, aunque la evaluación de los profesores es positiva, las escuelas particulares pagadas gozan de un mejor clima de aprendizaje.

A nivel regional, se encuentran bajo el promedio nacional O'Higgins y Magallanes, donde uno de cada cuatro profesores declaró que frecuentemente se presentan desórdenes que dañan el clima de aprendizaje. Por sobre el indicador nacional están los profesores de la región del Maule, donde solo uno de cada diez afirmó que frecuentemente ocurren desórdenes en el aula. Es difícil especular sobre las razones de estas diferencias regionales. Probablemente ellas respondan a factores como las actitudes y conductas de los profesores, la organización de la sala de clases, la estructura de las tareas y actividades y el nivel de apoyo y estímulo proporcionado a los estudiantes.

Es importante determinar si estas diferencias por tipos de escuelas y regionales persisten en la medición Simce 2022 que la Agencia de Calidad entregará en los próximos días. Además de esperar una fuerte baja en los aprendizajes, especialmente en matemáticas y entre los escolares de menores recursos, es probable que las encuestas a escolares y profesores reflejen también un deterioro del clima de aprendizaje. La reapertura de escuelas postpandemia vino acompañada de un aumento de los problemas de convivencia y de indisciplina escolar. Aunque la mayor atención estará en los puntajes, no debemos obviar la importancia que tiene el clima de aprendizaje. Se trata de una dimensión clave del proceso de escolarización, que mejora el logro académico especialmente de los niños y niñas de menores recursos.

(viene de la página anterior)

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adversario no podrá arrebatarnos. O, dicho de otro modo: no existe nada parecido a las derrotas definitivas y absolutas. Como alguna vez dijera Jorge Arrate, «las derrotas no son nunca completas salvo cuando los vencidos olvidan las razones por las que lucharon». Allende busca impedir que sus seguidores olviden los motivos del combate.

El discurso final está enmarcado por una idea que abre y cierra, que permite comprender su gesto, y que echa luz sobre el resto de la alocución. Es su manera de convertir una derrota militar inapelable en algo que pueda funcionar en un futuro, un algo cuyos contornos él no puede sospechar. «Mis palabras -dice- no tienen amargura, sino decepción»; y prosigue: «que sean ellas un castigo moral para quienes han traicionado su juramento». Y luego, hacia el final: «Tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano, tengo la certeza de que, por lo menos, será una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición». Si las Fuerzas Armadas han decidido derrocarlo, habrán de cargar -según el mandatario- con una elevada responsabilidad moral: haber quebrantado las instituciones y traicionado su juramento.

Allende está arrinconado, pero antes de morir deja un veneno y un enigma. Veneno de secreción lenta para los militares y todos quienes los respalden. En efecto, el mandatario no sabe, no puede saber, qué deparará el futuro, pero es consciente de que vienen tiempos amargos. «Este es un momento duro y difícil, es posible que nos aplasten», había dicho minutos antes. Y también: «las cosas serán mucho más duras, mucho más violentas». El presidente no es ingenuo: se están desatando fuerzas y dinámicas brutales, cuya duración e intensidad son imposibles de prever. Pero también es consciente de que el tiempo no perdona y que incluso los procesos más largos tienen fin. Podrán pasar años, podrán transcurrir décadas, pero ese proceso habrá nacido con una especie de maldición proferida por Allende: hay una mancha moral que nunca podrá borrarse del todo. El presidente lo formula con claridad: «la semilla que hemos entregado a la conciencia digna de miles y miles de chilenos no podrá ser segada definitivamente». El suicidio del presidente en La Moneda vuelve imposible una restauración normal de la democracia e impone un desafío colosal a quienes lo sucedan. ¿Cómo reconstruir la república desde ese quiebre? Allende fuerza una ruptura radical y obliga a sus adversarios a dar cuenta de ella (en este punto, el acuerdo entre Joan Garcés y Jaime Guzmán es total).

Luego, el enigma. Según veremos más adelante, muchos camaradas de Allende no supieron leer su mensaje. Es más, sus palabras no son amables con la Unidad Popular. Como lo notara Pedro Vuskovic, en el discurso están presentes los trabajadores y el pueblo, la mujer y el campesino, pero no hay mención de los partidos ni de sus militantes, los mismos que pocas horas después serían víctimas de una cruenta represión. La mañana del 11, relata Carlos Altamirano, los militantes escucharon perplejos el último discurso, y se molestaron con su tono «ambiguo y desmovilizador». La omisión de Allende respecto de los aparatos partidarios adquiere la forma de un reproche amargo: sus compañeros le fallaron, lo dejaron solo. Le habla al pueblo y al futuro, pero no a sus camaradas. Así se explica su respuesta a Hernán del Canto, quien le pide aquella mañana instrucciones para el Partido Socialista (PS): «Nunca antes me han pedido mi opinión. ¿Por qué me la piden ahora? Ustedes, que tanto han alardeado, deben saber lo que tienen que hacer». En rigor, el enigma es virtualmente insoluble: ¿de qué modo podría la izquierda librarse del callejón sin salida que terminó siendo la Unidad Popular? Después de todo, ese laberinto se manifiesta en toda su plenitud aquella mañana del 11 de septiembre, y lo menos que puede decirse es que la izquierda no es ajena a él: ¿en qué medida son compatibles un proyecto socialista y la estabilidad democrática? ¿Cuánta responsabilidad le cabe al mismo Allende en la tragedia de aquel día? Si el veneno está dirigido a sus adversarios, el enigma constituirá una pregunta lacerante e incómoda para sus herederos, tan lacerante e incómoda que, en demasiadas ocasiones, será simplemente silenciada. Por cierto, para comprender el fenómeno, hay que tener a la vista la ambigüedad implícita en la decisión final de Allende, que intenta zanjar un dilema político con un gesto moral. Ese gesto se convierte, a su vez, en un criterio muy exigente. En lo sucesivo, a la izquierda no le resultará fácil estar a la altura de Allende (¿cómo ser fiel a su inmolación?), ni pensarse políticamente en función de él. En suma, se trata de un criterio condenado a ser traicionado una y otra vez. Mientras no sea resuelto -y la tarea no es fácil-, el enigma posee una enorme capacidad disruptiva sobre el conjunto de la izquierda.

Volvamos a la mañana del 11. Allende dice estar dispuesto a «pagar con su vida la lealtad del pueblo». La fuerza no lo hará retroceder ni renunciar: no está dispuesto a ceder frente a ella. El mandatario es consciente del ridículo al que se expondría arrancando, y por ello su mensaje final -el veneno y el enigma- implica la entrega de su vida. Con esa convicción íntima, Allende llega al clímax:

Seguramente, Radio Magallanes será acallada y el metal tranquilo de mi voz ya no llegará a ustedes. No importa. La seguirán oyendo. Siempre estaré junto a ustedes. Por lo menos mi recuerdo será el de un hombre digno que fue leal con la Patria.

Y luego:

Superarán otros hombres este momento gris y amargo en el que la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor.

En estas frases, Allende asume deliberadamente el lenguaje religioso al que ya aludimos. La muerte -parece indicarnos- no diluirá su presencia: «siempre estaré junto a ustedes». Además, el momento «gris y amargo» no será eterno. Quienes posean y conserven la fe, no se dejarán vencer por el desaliento; es más, ellos serán testigos del hombre libre y de las grandes alamedas. Un golpe de Estado no acaba con la esperanza, no puede acabar con ella; al contrario, subsiste, así como sobrevivió la esperanza cristiana en las catacumbas. De allí que el presidente describa su sacrificio como un holocausto («El holocausto nuestro marcará la infamia de los que traicionan la patria y el pueblo»). Allende, de algún modo, busca fundar su propia iglesia al transmutar su inmolación en mensaje político, y su mensaje político en inmolación. Tal es su proeza, cuyos efectos aún sentimos: de allí en adelante será imposible mirar su gobierno sin la luz retrospectiva que provee su último gesto; y esto también vale para lo que sucederá después del 11 de septiembre. Allende transforma la historia de Chile, la historia de la izquierda y la historia de su propia vida al trocar la derrota por el discurso lírico que da cuenta del suicidio.

Suicidio largamente meditado, podemos suponer, y que despierta la admiración del general Palacios al descubrir su cadáver. Suicidio, además, que no debe haber sido nada de fácil. Allende no tenía alma de asceta y sabía apreciar los bienes de este mundo. Pocas semanas antes del 11 lo había dicho explícitamente a un grupo de asesores, tras confirmar su voluntad de morir en caso de golpe: «No es que yo no ame la vida. La vida me ha dado muchas satisfacciones. Soy un hombre que ha sabido disfrutar de ella». Inmediatamente después, hizo un gesto con una copa de licor que tenía en la mano, «como si la saborease con el movimiento». La anécdota es reveladora: el presidente se está despidiendo de la vida y de sus placeres, pero no lo hace por gusto ni porque los desprecie, muy por el contrario. El suicidio es, sobre todo, una renuncia dolorosa.


"Salvador Allende. La izquierda chilena y la Unidad Popular"

Daniel Mansuy

Editorial Taurus

364 páginas

$17.000