Uno de los rasgos más notorios -y pasto de críticas- del presidente Boric, son sus cambios de opinión. Un resumen se ha mostrado en su visita a la Araucanía: donde antes existía militarización, hoy existe terrorismo; allí donde la única víctima era el pueblo mapuche, hoy lo son todos quienes han padecido actos violentos; donde estaba el wallmapu existe ahora una región. Y así.
¿Cómo explicar esos cambios que, si se describieran todos, anegarían esta columna?
La manera más obvia es atribuirlo a una conducta de cálculo, un esfuerzo insincero por ponerse en consonancia con lo que piensa o teme la opinión pública. Esta es la forma menos piadosa -mejor sería decir mezquina- de describir su comportamiento.
Pero hay otra que es más verídica y más razonable. Aquí va.
El presidente Gabriel Boric es, por decirlo así, un presidente prematuro. De alguna forma (y si no hubiera tenido los competidores que tuvo) debió haber esperado antes de postularse o la ciudadanía haberlo elegido algo más tarde. El tiempo tiene muchos inconvenientes (¡no lo sabrán los viejos!); pero entre ellos refulge una virtud: la experiencia que enseña las asperezas de lo real y que ayuda a corregir las propias convicciones no en el sentido de abandonarlas, sino en el de hacerlas más plausibles, más probables de ser alcanzadas.
Y el presidente Boric -obligado, políticamente claro está, a madurar a la fuerza- está hoy en el proceso de elegirse a sí mismo.
Y hay dos figuras entre las que debiera elegir.
Una es la del político como hombre de estado, ese que se dedica a modificar las circunstancias más que a dejarse abrumar por ellas. Este político tiene sentido de los límites: no es que descrea de sus convicciones más íntimas, es solo que sabe que en esta vida, y en la vida política para qué decir, se hace lo que se puede de lo que se quiere. Este tipo de político tiene conciencia de que, cuando se mira a la historia, las mejores esperanzas han sido defraudadas, y que los mejores planes han fallado porque el puro ideal ciega y obnubila. Según este punto de vista -alguien debiera decirle al presidente- no se hace cualquier cosa, se hace lo que se quiere; pero con cuidadosa atención a lo que se puede.
La otra figura es la del político que se asemeja al profeta. Este tipo de políticos cree que la consistencia y la fuerza de sus convicciones es la prueba de la bondad o la corrección de lo que se propone, que todo lo que puede ser deducido de las premisas de su ideología es, por ese solo hecho, posible en la realidad. Es el político adolescente: todo lo que se deriva de los conceptos, es fácticamente realizable, y por eso confunde una buena frase con una buena política. Este tipo de político piensa que su tarea es redefinir los límites de lo que es posible, y por eso empuja las circunstancias o las desoye sin someterse nunca a ellas. Ignora que estas últimas son arenas movedizas. Este tipo de político -este es el error, habría que decirle al presidente- cree que la ciudadanía juzga sus convicciones, no sus actos.
El presidente Boric ha oscilado entre esas dos concepciones.
Como suele ocurrir en los inicios de las figuras que fundan una fuerza política, en él, guardando las distancias, predominó el tipo profético ( e incluso su apariencia física procuró deliberadamente decir lo que dicen todos los profetas: se os ha dicho ¡pero yo les digo!); sin embargo, ahora que alcanzó el poder está, poco a poco, imponiéndose el tipo de político que es más sensible a los límites, y que sabe que está en el poder no por sus ideas, sino por esa rara mezcla de virtud y de fortuna que es propia de los asuntos humanos.
Cuando se miran los treinta años de los que, por estos meses, se ha abjurado y a los que se ha abrazado con igual intensidad, se descubre que en ellos ha predominado el primer tipo de político, atento a las circunstancias y dócil a ellas no para someterse, sino para cambiarlas. Fue el caso de Aylwin, de Frei, de Lagos, de Bachelet. Y por eso quizá el presidente Boric acabe reivindicando los treinta años que ayer condenó no por la vía de adherir a las ideas de quienes los condujeron, sino por el camino más fructífero de adoptar la actitud con que esas figuras los condujeron.
Es lo que insinúa ese par de días y de declaraciones en la Araucanía.