¿No eran los treinta años el problema?
Dentro de las cosas más llamativas del debate de anteayer se encuentra el cambio de actitud -especialmente de Gabriel Boric- respecto del pasado reciente de Chile.
Si bien ambos candidatos han cambiado de discurso, el caso de Boric es más relevante porque él construyó su base de apoyo y erigió a la fuerza política que está detrás suyo, sobre la base del diagnóstico que recién anteayer, ha decidido abandonar.
Hasta el momento de ese debate, las tres últimas décadas habían sido para el Frente Amplio una forma disfrazada y vergonzante de neoliberalismo, una inexplicable renuncia de quienes condujeron al país durante esos años, un alejamiento de los ideales que, sin embargo, sus líderes habían declarado.
Todo, o casi todo lo de esos años, parecía no valer la pena.
Desde luego, la justicia en la medida de lo posible, la frase pronunciada por el Presidente Aylwin, era una forma de renuncia disfrazada de realismo; las concesiones mediante las que los privados eran invitados a resolver cuestiones públicas, una mercantilización de la vida; la focalización del gasto público en los más pobres, una forma inmoral de segregación; la mantención de las AFPs una prueba de la forma en que la política estaba cooptada por el lucro; el CAE una estafa y un timo a los más pobres, etcétera, etcétera.
Como consecuencia de todo lo anterior, las figuras de la Concertación pasaron a ser erigidas en el símbolo de todo lo que había que, prontamente, dejar atrás. Incluso un lienzo con el rostro de la entonces presidenta Bachelet, con una diana dibujada encima, como invitando a apuntarle, fue colgado del frontis de la Casa central de la Universidad de Chile en los inicios de lo que más tarde sería el Frente Amplio. Son los tiempos en que las figuras de la Concertación eran más execrables, incluso, que la de Pinochet: los demócratas merecían más desprecio que el dictador; después de todo, se insinuaba, este último, a diferencia de los primeros, no engañaba a nadie.
Y, sin embargo, todo parece haber cambiado, como por arte de magia, en el debate de ayer. Ahora las figuras de la Concertación incluso opacan a Salvador Allende, cuyo nombre Gabriel Boric pronunció apenas, casi en sordina. "Tenemos, dijo Boric -revelando una repentina vocación de alumno o de discípulo de Bachelet, de Lagos, de Frei y de Aylwin- que aprender de sus aciertos y sus errores".
Es obvio que es la competencia política y el balde agua fría de la primera vuelta lo que motiva esas palabras, y no cabe sino alegrarse de que se haya abandonado el simplismo con que se evaluaban las tres últimas décadas y lo que en ellas se hizo.
Pero es más obvio todavía que un cambio tan gigantesco de opinión merece una reflexión de más espesura intelectual que la que es posible en medio de los apuros de un debate. Y esa reflexión no se satisface tampoco con la reiterada disposición a reconocer errores. Gabriel Boric ha puesto sobre sí un gravamen que deberá, más temprano que tarde, satisfacer. Se trata de un gravamen intelectual que consiste en explicar porqué, en virtud de qué razones, tendiendo a la vista qué argumentos, considerando qué hechos, cambió tan radicalmente de opinión acerca de las últimas décadas. Y es que la esfera pública no puede consistir en un juego donde se cambia de opinión al compás de lo que se juzga necesario para ganar, menos si, como ha ocurrido en este caso, la opinión que se dejó atrás era derogatoria y desdeñosa.
Por supuesto Lagos y Bachelet pueden -aconsejados por el pragmatismo o simplemente por la resignación de los años- pasar por alto el discurso que los trató con desprecio y con desdén; pero no es razonable que la opinión pública se quede sin recibir de parte de Gabriel Boric, ahora o más tarde, una explicación acerca de qué razones fueron las que lo movieron a modificar opiniones que, en su día, manifestó con tanta reiteración y con tanto énfasis y que hoy, afortunadamente, según se supo anteayer, ha morigerado o francamente abandonado.