Éxodo: "Muchas mujeres migrantes vienen convertidas en mercancía"
TESTIMONIOS. En la esquina de un albergue para migrantes en Antofagasta, en la última mesa de plástico blanco, tres mujeres ríen mientras sus niños saltan en una cama elástica. Hay risas, chistes, buen humor. Es difícil imaginar que esas mismas mujeres serán las que luego llorarán al revelar cómo llegaron solas a Chile. Aquí hablan del mundo de la migración, el desierto, los coyotes, la frontera física, y la real, más infranqueable: abusos, discriminación y violencia.
Se ríen de un "guía" que días atrás, mientras cruzaban clandestinamente la frontera por Colchane, a dos kilómetros del límite con Bolivia, intentó acercarse a una de ellas y alcanzarle una nalga, una pechuga, el muslo, lo que fuera, y, en el intento, cayó de bruces en una zanja en medio del desierto. "Se lo merecía el viejo pendejo", dice una de ellas.
"Es que después de cruzar por trocha a tres mil metros de altura por el Páramo de Berlín, en Colombia; de pasar Ecuador y Perú en mulas (camiones) hacinadas, sin ventilación, en completo silencio hasta Bolivia; de atravesar por una red de alcantarillado, entre desechos humanos, para terminar en el desierto, con mi hija en brazos, llorando de frío, entre chiquitos y personas mayores, con enfermedades, créame usted, que un viejo pendejo que intenta tocarte el culo es lo menos que puede llegar a preocuparte", explica Anyeli (30), ingeniera petroquímica venezolana.
Anyeli está sentada con Alglenys (30) y Gladys (35).
Las tres son venezolanas y llevan pocos días en el Centro de Primera Estadía en Antofagasta, un albergue transitorio que recibe a las familias migrantes que llegan con niños, niñas y adolescentes. El lugar, administrado por la organización solidaria Corazones Unidos, está ubicado en las proximidades de la caleta Coloso, en la salida sur de la ciudad.
Todas llegaron guiadas por coyotes, asesores, chuteros, chamberos o trocheros, como se les conoce a quienes cumplen una misma función en los puntos limítrofes: pasar personas por pasos no habilitados en la frontera a cambio de dinero. Entre Pisiga y Colchane, la mayoría de estas personas son ciudadanos bolivianos.
"Lo que hago es necesario. Los nenes llegan vivos, las madres confían en mí y me pagan", dice antes de cortar el teléfono un "guía" boliviano, cuyo contacto permanecerá en el anonimato.
Este chutero trasladó a Alglenys a través del desierto. "Nos cobró 70 bolivianos por cruzar de noche (entre 7 y 8 mil pesos chilenos), pero a otros les han llegado a cobrar hasta 30 mil pesos por persona. Ellos caminan, se paran, observan. '¡Párense!, ¡caminen!' y nosotros obedecíamos. Los niños iban aterrados, Luciano, me decía: 'Mami, me duele el pecho'. Fue horrible porque María Elena, mi hija menor, se terminó desmayando de frío. Al final, los chamberos nos dejaron botados en una casita abandonada y nos dijeron que vendría una furgoneta que nos iba a cobrar 45 mil pesos por persona para llevarnos hasta Huara, pero no llegó nadie".
En los últimos meses, el flujo de migrantes que ha ingresado a Chile, de acuerdo con cifras entregadas por Carabineros, supera las 600 personas diarias, las que se suman a los 100 mil extranjeros que ya residen en Antofagasta. La mayoría de ellos atraviesan caminos y zonas aledañas al complejo fronterizo de Colchane, como Cerro Prieto al sur y Pampa Toldo, por el norte.
-Los niños llegan con síntomas de desnutrición, mordidas de perro, hipotermia, insolados o deshidratados -dice Alejandro Álamos (43), médico voluntario del albergue, quien añade: -Las mamás también llegan pésimo, nuestro psicólogo trabaja principalmente en reparar el trauma que vivieron en la ruta del desierto. Es desolador, algunos niños bajan del bus asustados, muchos ya no hablan, miran al suelo, no quieren jugar, desconfían de todos.
Gladys lleva cinco días en el albergue y sabe que acá tiene los días contados. Junto a su hija, Antonella, está a punto de cumplir el plazo máximo de 7 días. "Ahora nos espera una amiga en Santiago. Estoy agradecida, los niños están bien y si ellos están bien, una está mejor. Ella volvió a jugar en este albergue", opina.
Según Patricio Martínez, Seremi de la Región de Antofagasta, los datos sobre migración son imprecisos, las fronteras frágiles y la pandemia hace que "resulte imposible estimar el número de niños transportados clandestinamente hasta nuestra tierra".
Los datos de la Policía de Investigaciones (PDI), entre los meses de enero y septiembre, indican que el ingreso al país por pasos clandestinos se empinaba en 33.503, esta cifra supera el máximo histórico registrado entre enero y julio de este año, cuando la institución reportaba 23.673 ingresos al país por accesos no oficiales.
"Estamos trabajando sobre la contingencia", continua la autoridad regional. "Como la mayoría de las familia están en tránsito, las apoyamos trasladándolas en buses, para que lleguen a salvo a la zona centro norte. También nos hemos enfocado en las familias con niños que duermen en la calle. En eso, las organizaciones de la sociedad civil han sido súper importantes, me refiero al trabajo en conjunto con Hogar de Cristo, Corazones Unidos, que recorren las calles entregando alimento y refugio a las familias migrantes más vulnerables".
Niños, pobres y migrantes
Valery tiene 7 años; Alejandro, 9. Tres días atrás, los dos dormían en una carpa al lado del terminal de buses en Antofagasta. Se conocieron en el albergue y saltan juntos en la cama elástica de Corazones Unidos. Valery va en segundo básico y cuando grande quiere ser dibujante o cantante. Alejandro está en cuarto, y no tiene idea de qué va a pasar con él en el futuro.
Los niños, explican los monitores, prefieren no hablar de lo que vivieron entes de llegar al refugio. "Es mejor no preguntarles nada de lo que pasaron en el desierto", explica la coordinadora del albergue, Lily Navarro.
-Mire mi dibujo -indica Valery-. Acá es cuando nos encontraron los policías, yo levanté los brazos y mi mamá se desmayó en la tierra, había mucho frío y mi papá también se ahogaba, subimos un cerro de noche, me dio miedo y fue horrible. Eso sí me gustó que había refugio, pero en la noche tuve miedo. Dormir así es un susto.
Anyeli, la joven madre de Valery, voltea a ver hacia atrás. Su marido le devuelve la mirada con tristeza. "Salgamos de aquí", le dice ella. "No me gusta que me vean llorar mis hijas".
A su edad, Alejandro ha visto cosas que otros niños ni se imaginan. "Me puse nervioso cuando pasamos la trocha con linternas, por eso llevé de la mano a mi hermana chica, en el desierto hay muchos huecos donde caerse, entonces hay que saltar con las mochilas pesadas sin hacer ruido. Eso no me gustó, porque un señor se cayó en una zanja y no me dejaron ayudarlo", concluye.
Las dos piensan que la cosa en Chile no tiene muchas soluciones. O encuentran una casa bonita con patio, dicen, o ellos y sus familias se van a otro país, donde viven otros tíos. Ninguna de las alternativas les pertenece. Sólo les queda aguantar.
Mujeres carne de cañón
Erika (25), colombiana, madre de una niña de 6 años, está convencida de que las chilenas la consideran un parásito. Llora y rechina los dientes con rabia. Al lado se estaciona una camioneta. Un hombre la mira, le dice: 'Cuánto cobra, mijita'.
Sentada en la cuneta, cerca de La Vega Central, Érika empieza a dibujar el perfil de las migrantes que llegan buscando una mejor vida. Muchas de ellas sin estudios, provenientes de una familia desintegrada por la migración forzosa. Somos como "carne de cañón para los hombres", dice.
"Llevo dos meses viviendo así", revela. "Vendiendo esto, si usted me entiende… O cargando aquello, pidiendo por ahí, durmiendo en cualquier esquina. No me importa lo que me hagan, mi niña merece un futuro mejor. Acá no escuchamos balazos, no está mi ex, no aparecen decapitados, no tengo tanto temor de que me roben a la niña, es menos violento ¿me entiende?".