Un hombre de su tiempo
Floreal Recabarren Rojas fue hijo de un Chile que ya no existe, y como tal, vivió bajo esas leyes: la valoración de la vida, amistad, de las personas, la democracia, la familia. Fue alcalde cuando no se pagaba por ello, diputado, core, pero también administrador de un preuniversitario, vendedor de bencina, padre, esposo, buen hijo, un hombre alegre y amigo de la amistad y el Norte Grande.
Hay hombres que son indispensables, escribió alguna vez Carlos Tarragó, presidente de Corporación Proa, aludiendo a Juan Floreal Recabarren Rojas; una gran definición para el que es uno de los antofagastinos más relevantes de la historia.
Su huella está en distintos planos: la política, la educación, el emprendimiento, pero mucho más por su generosidad, sabiduría y ganas de vivir. A pesar de ser hospitalizado en varias ocasiones durante las últimas semanas, don Floreal siempre mantuvo el ánimo arriba y la esperanza de seguir aportando a Chile.
Era un hombre republicano y demócrata, respetuoso de las instituciones y de las distintas opiniones; por eso era fácil conversar y debatir ideas con él: no imponía, sugería; no gritaba, explicaba, a pesar de la tremenda experiencia acumulada durante 93 años de existencia no exenta de dificultades.
Vivió la pobreza, la cárcel, la incertidumbre, pero como hombre grande que era, sabía que hay cosas más relevantes por las que vale la pena bregar -el bien común, entre otros- y a eso se apegaba.
Con el final de los días de don Floreal, es indudable que termina una notable generación de compatriotas que marcó un instante histórico, un trance que comprometió la modernidad del siglo XX y la pérdida y recuperación de la democracia.
Habitualmente forjados en la educación pública laica, personas como don Floreal se foguearon en la conversación cotidiana, en el debate de ideas, en el respeto al otro, el cuidado por la familia y la alta valoración del ser humano, cuestiones que hoy parecen tan ajenas, incluso extraordinarias.
Fue un hombre de su tiempo, modelos que ya fenecen con los cambios generacionales y culturales.
Habrá que recordarlo por su pedagogía incansable y su enorme sentido del deber, de poner a la persona por delante y su potente nortinidad. Defensor de toda la región, hizo conocer sus juicios respecto a todo, hasta sus últimos instantes -no por nada continuó escribiendo hasta hace poco-. Eso le dio jovialidad y fue un combustible para enfrentar la vejez.
Murió el cuerpo de este nortino, pero su generoso legado está allí para seguir aprendiéndolo.