Volantines en María Elena
Es un amanecer de septiembre del 58. El pito de las siete de la María Polvillo me despierta y recuerda que tengo que ir al río Loa. Mi padre ya se fue a la mina a perforar la dura costra de caliche. Me estoy poniendo la ropa y mi madre pregunta para dónde voy tan temprano. Le contesto que, con Manuel, Iván y Osciel, vamos a buscar cañas para hacer volantines. Tenemos que salir antes que el sol, como manzana ardiente, nos empiece a achicharrar.
Dirigimos los pasos hacia la pampa. Caminamos rumbo al poniente; hasta que de pronto, en medio de esa vastedad, un tajo hecho por un estilete gigantesco ha dividido en dos la planicie y al fondo de esa herida, donde aguas cristalinas corren en busca de su destino, verdean cañaverales mecidos por suave brisa. Bajamos a talar las cañas y cuando cada uno tiene su atado a la espalda, emprendemos el regreso al campamento de la Anglo Lautaro.
En la tarde, después de once, cortamos los juncos en delgadas tiras, doblamos los pliegos de colores y licuamos la colapez a baño María, luego empezamos a fabricar los volantines. Curvamos cañas haciendo arcos, otra recta la cruzamos de extremo a extremo y las pegamos al papel. Una vez seca la colapez, desde el cenit de la arcada, con la mano extendida sobre la superficie, medimos diez dedos para la derecha e igual número a la izquierda, con un palo de fósforo perforamos dos hoyos, uno a cada lado de la caña; luego quince dedos hacia abajo, dos orificios más para poner los tirantes que se unirán a ese largo hilo que se conectará con mi ser y la tierra. Finalmente le amarramos la cola.
A la semana siguiente, cuando el viento de barlovento comenzó a levantar polvo salitroso, nos juntamos en la calle Caupolicán donde vivo y cruzando la Cancha Sindical, nos internamos en la lejanía. El cielo con su invariable vestido azul, desierto de nubes, recibió a estos pájaros multicolores que inquietos bailaban en el firmamento, recibiendo los telegramas de nuestra niñez.
Juan García Ro, escritor.