En los zapatos
La autora chilena Isabel M. Bustos, que esté año publicó el libro "Jeidi", escribió una historia en la que recuerda las navidades de su barrio y la vez que pillaron el secreto del Pascuero en el trabajo de su papá.
Aparte de los amigos que celebraban Janucá y recibían regalos OCHO días seguidos o mis primos argentinos que el 24 de Diciembre recibían cero, pero a principios de enero y a pito de nada, ¡zas!, aparecían los Reyes que eran de la Biblia (no como el Viejo Pascuero que es un invento, boludo), a todos nos tocaba más o menos la misma emoción la noche del 24 de diciembre. Nos vestíamos elegantes y nos poníamos zapatos con suela de madera con los que más de alguno se sacaba la ñoña en el piso recién encerado y ándate olvidando cabrita de que la mancha de cera salga del vestido heredado de la prima. Inolvidable también era el pesebre humano, la culminación de los esfuerzos de producción de la tía menor y en que un José demasiado joven y nervioso llevaba en brazos a la guagua nueva de la familia mientras los padres del recién nacido se empinaban los cola de mono sin darse cuenta del peligro de muerte que corría Jesús en su primera noche de vida.
Con el tiempo uno se fue dando cuenta de que había niños que daba lo mismo como se portaran, igual no más que no les traían no sólo lo que pedían, sino que a algunos como a Marco, el hijo de la señora que vendía agujas en la esquina, no le regalaban nada, pero nada en serio, no como los nada de mi mamá que después siempre eran algo y algo emocionante casi siempre. Mi mamá le compraba regalos a Marco y me explicaba que no tenía chimenea, por eso no podía llegar el Viejito. Harto rara la condición, pero las del Dios 1.0 eran aún más raras, así que en fin.
En mi cuadra, en tanto, era un misterio por qué al guatón pesado de Carlitos le llegaba siempre el mejor regalo. Si era por ejemplo una bicicleta, era con cambios, cuando el resto ni se imaginaba que algo tan raro fuera posible, y no bastándole con nuestro humilde asombro, nos sacaba pica y se reía de que a uno apenas le habían pintado la bici del año pasado. La conclusión a la que llegamos con los otros vecinos menos preferidos del Pascuero, es que probablemente la gran ventaja del guatón Carlitos ante nosotros era que no tenía hermanos con los que pelear y perder puntos ante el Viejo. Y, además, seguramente se comía todo rápido y sin mocos de tanto llorar, porque su mamá no lo llenaba de budines de colapez o sopas con verduras islas flotando, sino que lo alimentaba con harta crema y merengue directo de las aspas de la batidora. Por eso seguramente también las llantas de su súper bici duraban mucho menos tiempo llenas que las nuestras.
A otra vecinita, la Manena, durante tres años le regalaron la misma muñeca argumentando que sólo jugaba con ella el día de la Pascua y el último año que intentaron engañarla, su madre descubrió la mañana de Navidad a la muñeca amarrada con una cuerda al respaldo de la cama. Nadie nunca supo si la Manena se había avispado finalmente vengándose del Viejo tacaño que la creía tonta o si la muñeca se había quitado la vida por haberse prestado a esa bajeza.
Mi papá trabajaba en una empresa que todas las navidades hacía una fiesta con los hijos de los trabajadores y nos daban un regalo según la edad. A diferencia de la Navidad de la cuadra, esta era justa, porque a todos nos tocaba lo mismo y a menos que a tu papá lo echaran o, ni diosito lindo lo quisiera, se muriera, podías soñar con los patines de los nueve años, el saco de dormir de los diez o la guindilla de la torta, el personal estéreo de los doce que era el último año en que la empresa te consideraba niño. Un golpe bajo para quiénes, como yo, aún no estábamos ni cerca de las vergüenzas del botón mamario.
La repartición de regalos era una mezcla de emociones y sentimientos pero la ansiedad ganaba por lejos. La fiesta era generalmente en un parque de diversiones que se cerraba sólo para nosotros y podíamos andar una y otra vez sin hacer fila en los autitos chocadores, en la cuncuna del amor o en los ponis por año más flacos y destartalados. Había tantos paquetes rojos con cintas inmensas e iban a decir tu nombre, te ibas a sacar la foto con el Viejo Pascuero que te entregaría tu regalo de sus mismísimas manos, mientras todos te iban a estar mirando. Una gran cantidad de niños lloraba de susto ante el viejito y lograban las fotos más memorables mientras otros como yo se paralizaban esperando su turno. En una de estas celebraciones en que todos éramos el preferido del Pascuero, como el guatón Carlitos, cuando iban a llamar a los de mi edad, un niño se acercó al Viejito y se puso a gritar "!es mi papá!, ¡es mi papá!". El Viejito evitaba la mirada del acusador, mientras su mamá le decía que no, que qué estaba diciendo, pero el niño insistía a viva voz "!es mi papá!, ¡yo sé! ¡Es mi papá! ¡Si son sus zapatos!". Todos seguimos el índice del niño que apuntaba los mocasines negros del señor en duda y la gente grande se reía mientras intentaba distraer a sus hijos de la polémica.
No sé qué habrán pensando los otros niños ese día, ni si al siguiente se seguían preguntando qué había pasado en esa celebración de Navidad, pero para mí ese niño delator fue por un buen rato el más afortunado de la vida. No podía imaginar una mejor sensación que la de descubrir que tu papá era realmente el Viejo Pascuero.
del Viejo
Isabel M. Bustos Los libros del Laurel 160 páginas
$10.000
"Jeidi"
Por Isabel M. Bustos
La Navidad era la gran cosa cuando uno se pasaba de octubre a diciembre haciendo sacrificios de último minuto para no perder puntos con el Viejo Pascuero. En esos días, uno comía todo lo que le dieran maldiciendo la supuesta culpa ante los niños de África, porque por la cresta que era tonto que alguien pasara hambre si había tantos niños chilenos que felices les mandaban su charquicán. En fin, uno se comía todo calladito el loro no más, rogando por un poco de kétchup que nunca llegaba y tragando con fuerza aunque la arveja sorpresa del plato le diera unos mini vómitos. Harto jugo Yupi para pasar el sabor de tanta mezcolanza junta y vamos comiendo miéchica que de postre hay arroz con leche. Ah no, pero eso ya era abuso, desde cuándo el arroz o la leche han sido postre, si son obligatorios. Eran meses de muchos esfuerzos de control en que uno se aguantaba de llegar a las manos y arrancarle el pelo a la hermana dejando la pelea en pausa tras una tensa cara de neura que prometía venganza el mismo 25 de diciembre, post la noche de paz. Y uno le decía "pesá" bien bajito a su mamá cuando no te daba permiso para algo, cosa que no escuchara, porque ella era amiga personalísima del Viejo Pascuero que era un Dios pero 2.0 porque era mágico, volaba, los niños le cantaban y Él conocía todos sus nombres. Aparte, sabía todo lo que tú hacías o decías que hacías pero no, tanto en el colegio como en en la casa. Uno ni siquiera podía pelearse debajo de la cama para que no te viera, porque tenía rayos X en los ojos y también podía ver en la oscuridad pese que se veía mil veces más viejo que tu abuelo que leía el diario con lupa y a cada rato confundía el nombre de los tres nietos que tenía.
"Mi mamá le compraba regalos a Marco y me explicaba que no tenía chimenea, por eso no podía llegar el Viejito. Harto rara la condición".
"Mi papá trabajaba en una empresa que todas las navidades hacía una fiesta con los hijos de los trabajadores y nos daban un regalo".