El lustrín
Hace 60 años que en mi familia todos le ponen el pié encima. Y no es por humillarlo ni por sentar superioridad. Nada de eso. Es para reconocer que tiene una tremenda utilidad, aunque siempre se le ve por allí, casi escondido en un rincón, en el desván o acomodado en alguna parte del patio.
Duermen allí las escobillas, los pomos de betún y una que otra botella de anilina, algo que ya es menos común que antes. También conviven unos trapos hilachentos, destinados a prodigar mayor brillo a nuestro calzado.
Hablo del lustrín. O mejor dicho, el lustrín de mi familia, hecho por mis propias manos cuando era alumno de la Escuela Superior de Hombres Nº 12. Era el trabajo manual más común que hacían los escolares de Chile entero, junto con la tabla para picar la carne, cuyo modelo permanece vigente, aunque ya los escolares no hacen ni lo uno ni lo otro. Hoy, sus manos/dedos juegan con el celular.
En las exposiciones anuales de trabajos manuales, que se hacía en todas las escuelas chilenas, eran la obra más recurrente: no había quién no pudiera hacer uno. Quizás el símbolo de lo que nuestras manos infantiles podían ejecutar, aunque a muchos la ayuda de los padres hizo posible terminarlo, clavetearlo y pintarlo. Con que orgullo veíamos nuestro nombre, escrito en un papel que lo identificaba como nuestro. Los padres iban a ver dicha exposición y se mostraban ufanos.
Hace unos días volví a tomarlo, ahora para darle una mano de gato. Una brocha le devolvió el color amarillo, el mismo que tuvo allá por el año 1958, cuando transformé las tablas de un cajón de fideos en un elemento que sigue siendo útil. El palito ese que sirve para apoyar el taco fue reemplazado por otro trozo de madera. Mis manos infantiles de ayer le dieron vida… Mis manos ajadas y cansadas de hoy, le devolvieron la estampa perdida.
El lustrín es un modesto cajón que cada vez se emplea menos. Y las manos de nuestros niños de hoy, cada vez tienen menos cosas que mostrarnos. Es, en verdad, una pena.
Jaime N. Alvarado García