En gira por el Norte
Estoy en pleno desierto de Atacama al comenzar octubre y en los momentos de iniciarse el atardecer de esplendoroso día. Así son todos los de esta región de cielo siempre azul, rara vez moteado de vellones nudosos y de tierra seca, salitrosa y metalífera, cual si las últimas aguas que desde el cielo cayeron, ha siglos sobre ella, hubieran sido amargas lágrimas y de la naturaleza del rayo. ¡Tierra sembrada de sal y de metal, la más libérrima del mundo…
A lo lejos, por un lado cierra el horizonte una enhiesta cordillera gris que habla de soledades sonoras y de arideces eternas, y por el otro lado abre la visión de un ancho y solitario océano formado por el color desvaído de la tierra que se confunde con el cielo, cuya combinación da idea de lo infinito.
El viajero marino experimenta alegría al divisar las montañas de la tierra; el viajero pampino siente horror al verlas, porque estas prominencias del desierto son traidoras y encierran en sus valles, quebradas y desfiladeros tumbas ignoradas…
Y anda, y anda con brío y ansiedad hacia la isla de este mar, hasta que pierde la huella del sendero y viene la noche tenebrosa y helada, como la muerte, que le entumece el cuerpo, para luego insolárselo el ardiente sol del otro día, hasta que el infeliz se llega a enloquecer al ver de nuevo la visión del paraíso que ayer perdió y que ya no alcanzará.
¡Dios ampare al extraviado y enloquecido caminante pampino que corre hacia su tumba que jamás será hallada por ser humano.
Este inmenso y temido desierto, tan bello y majestuoso por su serena y silenciosa soledad y que ahora contemplo arrobado, es el mismo que ha muchos siglos cruzaría otro poeta pensando en las epopeyas de su raza, porque este grandioso desierto despierta en la imaginación recuerdos sublimes. Aquí la historia permanece intacta, quieta, sin edad; igual cielo e igual tierra; el mismo frío y el mismo calor; idénticos amaneceres esplendorosos e idénticos atardeceres de incendios colosales.
NdeR. Publicado por El Mercurio de Antofagasta el 12 de octubre de 1917.
J. Peláez y Tapia