La marea
¡Hace tantos años; no sé cuántos! … Un día, simplemente, el deseo de marcharme…
Los inviernos pasaban arreando grandes temporales; los veranos hinchaban sus doradas velas, corriéndose hacia el Norte. Y siempre a la cubierta de los quechemarines, entre el hollín de los pontones, un acordeón adelgazaba el crepúsculo con su pobre lamento.
Hubiese querido seguir el destino de las músicas que se tejían sobre el puerto, de las banderas azotadas entre el humo y la espuma. Hallaba recuerdos precisos en los rostros de muchos viajeros y me causaba extrañeza que no se detuvieran delante de mí, que no me golpearan la espalda.
No obstante, vivía solo; casi no hablaba con nadie. Una marea de alucinaciones empujaba cada día mis pasos a través de la ciudad. Despertaba a veces con la sensación de estar muy próximo a partir, cierto de que en cualquier momento alguien cambiaría mi vida. ¿Para qué esforzarme? Me limitaba a esperar.
Antofagasta extendía sus tardes tranquilas, luminosas. De un lado, el mar; del otro, la pampa salitrera. En las noches, la camanchaca mojaba los vestidos.
Cuando niño, me levantaba en mitad de la noche para pegar la cara a los húmedos cristales de la ventana. Veía pasar hombres con el cuello del gabán alzado y el sombrero echado sobre los ojos.
Pensaba en los hombres que a esa hora bebían en las tabernas, en las mujeres que en ese mismo instante eran acariciadas, en los centinelas de las prisiones y en los que estaban de cuarto de los barcos.
Me sentía profundamente ligado a todos ellos; como ellos, vigilante y ágil en la noche. Mientras todos dormían, yo estaba alerta, vivo, en secreta intimidad con el ladrón que huía, con la mujer del cabaret en cualquier ciudad nocturna y lejana.
Miraba pasar las mujeres, dueñas del destino, con sus sedas, sus perfumes, sus líneas esbeltas. Para ellas se encendían las luces de la ciudad. Cada una llevaba un pecado secreto, obsesionante.
Regresaba a mi cuarto muy tarde, cada vez con el alma vestida de un color distinto.
¡Y Antofagasta dormía plácidamente, acariciada por la lejana melodía del Mar!
Salvador Reyes