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El tribunal de los juguetes

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¿Dónde voy a guardar todos estos juguetes cuando sea grande?-me pregunté a los diez años de edad. Y decidí con afán científico anotar el paradero y las metamorfosis de todos los playmobile, legos y matchbox que tenía, en un intento desesperado de evitar que los regalos de distintas navidades me abandonaran y me obligaran a ser un adulto.

Traté con todas mis fuerzas de permanecer fiel a los juguetes, de cuidarlos, y atesorarlos. Pero si les daba la espalda un segundo se perdían por el más estúpido de los descuidos, casi parecía que mis juguetes esperaban que nos mudáramos de casa, de país, para en masa nadar muy lejos de mi pieza, irse con mis primos, o convertirse en regalo para los pobres y desaparecer de mi vida de una vez por todas.

Así mis juguetes me obligaron a traicionarlos. Prepararon con minucia su trampa, no dejándome otra posibilidad que serles infiel. Los oigo aun hoy, piezas de lego, brazos cercenados de Big Jim, cuchillos de plástico, y dinero de gran capital, reunidos en un tribunal, donde con sorna risa susurran: "Nunca fuimos tuyos, siempre fuiste nuestro. Siempre supimos que nos deseabas demasiado para que te respetáramos. Nos fuimos sin avisar. Ahora juega solo y no te quejes".

Por Rafael Gumucio

"M Train"

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Acaba de cerrarse la pesada puerta metálica llevándose a los vecinos y yo sigo aquí, con la palabra Navidad entre los labios, balbuceando la Navidad ante este umbral que clausura ahora el vacío. El ascensor, los vecinos. Este incómodo paréntesis que se repite bajando en compañía del huraño armenio y su perro blanco, o subiendo junto al rabino ortodoxo pero antisionista que aparece muy de vez en cuando con el correo acumulado bajo el brazo. La incomodidad al subir o bajar o casi chocar de frente con la vieja rusa, esa que sigue preguntándome, cinco años después, si soy nueva en el edificio y desde hace cuánto. De la maestra de Nueva Inglaterra no sé más que los conflictos matrimoniales que me confidenció una tarde camino a las lavadoras para luego fingir, dentro del ascensor, en los pasillos, que no me conoce. Tampoco la cantante japonesa que queda a cargo de nuestras plantas este diciembre sabe cómo me llamo ni qué celebro. Todos esos vecinos, toda esa mezcla de credos y ateísmo emprendiendo juntos breves viajes hacia el último piso o hacia el subterráneo, pienso con la Navidad todavía atravesada en la garganta. Toda una comunidad dispersa: acabo de constatarlo. Hace apenas unos minutos veníamos cargando bolsas que podían o no contener paquetes para poner debajo de algún árbol, que quizá llevaran dentro cajas de pasteles para acabar la gran cena del 24. Pero quizá no. Quizá yo estuviera equivocada. Guardé silencio ante el misterio de esos bultos. Aguanté el aliento y ascendimos apretados y mudos tras accionar los desvencijados botones -el 6 todavía lustroso, el 5 desgastado por el continuo roce de los dedos, el 4 ya completamente desvanecido. Aquí me bajo, pensé, con mis bolsas llenas de regalos. Pero al abandonarlos quise despedirme, y lo que surgió fue un educado aunque posiblemente equívoco deseo de felicidad. Porque mientras pronunciaba la palabra feliz los miré y advertí sus rostros distraídos, demacrados, unas caras que no hacían presagiar ninguna fiesta. O quizá sí, quizá otra fiesta que no sería navideña. Y entonces me detuve y vislumbré que aquí, en Nueva York, nadie me desea jamás una Navidad ni alegre ni desgraciada, sino más bien unas felices fiestas, unas felices vacaciones, incluso muchas, muchísimas felicidades. Navidades, nunca.

(Lina Meruane es una de las escritoras más importantes de la literatura chilena actual. Vive en Nueva York desde 2001)

la escritora chilena Lina meruane vive en EE.UU. el relato ocurre en un ascensor de Nueva york.

Patti Smith

Editorial PRH/Lumen

277 páginas

$14.000


"Milagro


en Haití"

Rafael Gumucio

Random House

240 páginas

$12.000

Navidades, nunca

Por Lina Meruane

pixabay