La necesidad de cuidar y respetar el lenguaje es una urgencia y prioridad de manera permanente. Así construimos realidad, así nos comunicamos, coordinamos y cotejamos acciones, cual es el fin último del lenguaje, una creación y característica que nos distingue como humanos.
Precisamos lo anterior a propósito del deterioro con que a veces nos comunicamos en Chile, en especial, la clase política, llamada a ser modelo de comportamiento para el resto de la sociedad. Comentarios destemplados, falsos y mal intencionados, son los que abundan.
Chile tuvo un doloroso quiebre democrático en 1973 que tuvo en el deterioro del lenguaje, precisamente uno de sus principales hitos. Ciertamente no son en absoluto situaciones comparables, pero nos sirve de ejemplo para dar cuenta de la relevancia que tiene la comunicación. Por aquellos años, la guerra estaba desatada entre facciones particularmente con un lenguaje agresivo y una incomunicación completa.
La violencia se desató primero en el diálogo, luego -terriblemente- en lo físico, con los perjuicios por todos conocidos.
Hoy vemos hechos preocupantes, con las redes sociales como máximo ejemplo de la multiplicación de este fenómeno.
No se trata de pretender una regulación sobre el tema, sino apelar a que el diálogo, mejor aún la conversación sea respetuosa, democrática y en un ánimo de escucharse, de ponerse genuinamente en el lugar del otro, con el fin de enriquecer nuestras propias vidas.
Desde la trinchera, como desde la verdad absoluta, las cosas no resultan, no nos favorecen y nos empequeñecen en el tiempo. No se trata de disentir, las diferencias son legítimas, pero no dar espacios a una opinión distinta no es lo más aconsejable.
Somos desprolijos en el lenguaje, cuando sólo profundizamos lo que nos divide, destruyendo al otro. La conversación, el encuentro honesto producen algo diferente: demos una oportunidad a escuchar, a sopesar y encontrar un camino que nos permita caminar juntos, sin que esto signifique renunciar a nuestros propios juicios.