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La razón de Andrés

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Mañana tibia de primavera, en el muelle del Club de Yates. Sabella -el bergante- me saluda cordialmente. Como corresponde a un exalumno y colega. Preparo el velero "Gasparín" (ex Anahí) para una singladura por la bahía. Envergo garruchos y chequeo matafiones. El vate me observa sorprendido, pero con su rostro picaronamente alegre.

Es el rostro del militante Andrés, con cara de triunfador. La opción "No" superó largamente a la alternativa tiránica y la primera quincena de octubre se abre plena de esperanzas para la patria grande. Apoyado de codos sobre el botamares de la embarcación, el maestro esgrime una razón que compartí desde ese mismo día. Era el 25 de octubre, coincidía la fecha con aquella memorable jornada en Petrogrado.

"El escudo de Chile nos da la razón… Esa poderosa razón que tiene el lema sobre el que descansan el huemul y el cóndor. Los antofagastinos abusamos en aplicar la razón. Nos hemos caracterizado por ser respetuosos, pacientes y hasta indiferentes… Hemos perdido esa fuerza que nos legaron los hombres de comienzos de siglo". ¿Dónde quedó la sangre de la Plaza Colón? ¿Dónde la derramada por los salitreros de San Gregorio? ¿De la Santa María o de La Coruña?

Mientras hago laborar escotas y escotines a modo de prueba, Andrés intenta un ballestrinque con el chicote de una driza. No domina la lazada y me pide se la recuerde. Accedo y me susurra con un acento pleno de convicción… "El escudo lo mandata… Si no es por la razón, tiene que ser por la fuerza. Basta de poner la otra mejilla. Basta de doblar la cerviz… Hay que ponerle la proa al viento" -me aconseja, casi como una orden.

Reconozco. Hace 28 años oí esas palabras señeras. La antofagastinidad sembrada por Andrés, nos demanda fuerza, pero nos exige respeto. Nos pide alzar la voz, sin acallar al otro. La nortinidad es enemiga de la pasividad y de la anuencia servil al centralismo. En resumen, para pedir lo justo, ya no basta con la razón…

Y eso, Andrés me lo hizo saber una mañana de octubre.

Jaime N. Alvarado García

RECUERDOS DEL DOCTOR Antonio RENDIC

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Deseo dar testimonio y confirmar que este bendito médico fue santo desde que nació. Doy gracias a Dios que haya sido Chile, el país que eligieron sus padres para emigrar y Antofagasta, la ciudad para radicarse.

Optó por medicina como profesión, ya que así podía ejercer, ayudar y llevar consuelo a las personas que más necesitaban de sus servicios.

Siempre sonriente, amable, cariñoso, incluso cuando abría la puerta de su consultorio a sus pacientes, hacía una pequeña inclinación como gesto de bienvenida.

Recuerdo, como alumna del Instituto Santa María (ISMA), verlo recorrer sus salas, patios y jardines, saludando a profesores y alumnas; visitando como médico a las religiosas alemanas, que se encontraban enfermas; igualmente, las alumnas internas gozaban de su cuidado.

También el ISMA tiene el honor y el privilegio que le haya compuesto su himno; él hizo la letra y la señora Yula Sierra, la música. Recuerdo que de sus ojos salieron lágrimas de emoción, cuando el coro del Instituto lo cantaba, dirigido por la madre Anunciata. Éramos alrededor de ochenta voces. Fue algo maravilloso.

Además, en el año 1943, acompañó al arzobispo Arturo Mery en su visita a Antofagasta y, en el homenaje que le rindió el ISMA hizo las veces de dueño de casa.

Cuando mi hija María Soledad cursaba Octavo Básico, le asignaron la tarea de entrevistar al Doctor, imitando a una periodista. La acompañé, ya que él me estimaba mucho. Fue encantador; nos hizo reír y le dio una confianza tan grande a mi hija, contándole su vida que, al término de la entrevista, llegaron a ser muy buenos amigos. Le enseñó que la verdadera felicidad está en ver al prójimo como hermano, tender la mano al desvalido, consolar al afligido, visitar al enfermo, siempre sonreír y estar contento.

Recuerdo que esa tarde salimos muy felices, renovadas, casi como si hubiésemos estado frente a un santo. Es por esto que considero que debemos rezar mucho, pidiéndole a Dios que ilumine a todas las autoridades, que tienen que decidir por su santidad; a la juventud, a los hombres maduros y ancianos; unir las manos en una cadena infinita, para que el Altísimo vea que hay amor, fe y esperanza. Que hoy tratamos de ser buenos; mañana, mejores.

Ojalá que el Doctor Rendic sea el ejemplo para las futuras generaciones, como persona, profesional, esposo, amigo, tío-abuelo, ciudadano, siempre ayudando, cooperando y acompañando.

Sus manos fueron fuente de amor, de fe, esperanza y caridad. Dios permita que lo eleven a los altares.

Santo doctor, ruega por nosotros.