Hans Cristian Andersen contó
El 2 de abril de 1805 hubo un llanto de recién nacido en el puerto de Odense, la bienaventurada ciudad dinamarquesa. Ese recién nacido era Hans Cristian Andersen, modestísimo hijo de zapatero y lavandera. Gozó del privilegio de los privilegios, escribir para que los adultos que leyesen sus fantasías, lograsen reanimar su niñez, rescatando cuanto de celeste y de límpido restase de ella. Fue el que a través de una existencia errante e intensa se ungió, por su propia experiencia, en El Encantador.
Andersen heredó del padre la habilidad para cortar los más claros instantes de la imaginación, heredó la ciencia del remiendo que ata gracias y ternuras: fue el gran cosedor de quimeras, el zapaterito maravilloso que nos calzó las "Botas de Siete Leguas" de la ingenuidad sagrada; "El Patito Feo" nos asegura que la ley suprema del milagro no caducará nunca, sirviéndole al hombre en su ansiedad de luces y hondores.
Andersen soportó una niñez de indigencia: a los catorce años, establecido en Copenhague, fue, duramente, tuteado por estas negras compañías; pero, el genio que llameaba adentro de sus latidos comenzó a escribir, al momento, cuando otros muchachos buscaban el juguete, o el ocio. Él encontró en el muy noble arte de la expresión, su máximo divertimento. Y así empezó a crear su aureola de "Santo de los Buenos Sueños". Viajó, tocando paisajes, rostros y nostalgias. Nuestro Augusto D'Halmar lo llama, con título delicioso: "El Abuelo de Todos", el que no terminará jamás el cuento fascinador.
Andersen nos enseñó cómo hablar a los niños y a los hombres: nos dijo que el único lenguaje posible es el del afecto, el de la sencilla fabla del padre. Su idioma es de esperanza y ejemplo.
Toca a los padres, a los maestros y a los poetas reivindicar el cuento para niños, reintegrándolo a la categoría de lo diáfano, al ámbito de lo noble y lo puro: así, también nos salvaremos los mayores y Andersen nos sonreirá en medio de su tierna posteridad de pastor de futuros y abundancias.
Andrés Sabella