La verdad sea dicha
¡Cómo no lo voy a recordar! ¡Cómo no estar agradecido…! El grandote pero cariñoso doctor Rendic me atendió varias veces en su casa/consultorio de Latorre/Maipú. De la mano de mi abuela llegué cuando la mentada "piltra" (conocida también como "pitra" o impétigo) me tenía lleno de granos purulentos en las manos y en la cabeza. Unas enormes y sangrantes "carachas" que fueron tratadas en la concurrida "Unidad Sanitaria" de la esquina de Bolívar/Latorre, por recomendación del mismo don Antonio.
Paciente y atento, escuchó a mi abuela, que "me la conseguía", contando al médico mis maldades y estropicios de niño. Escuchaba y asentía con la cabeza, mientras me regalaba su mirada compasiva, tierna y me pasaba su mano huesuda por la barriga… "Cuando tenga sed, dele leche… No le déss agua… Mire cómo tiene la guatita… ¡Esta es pura agua, señora! -reconvino. Mi abuela respondió con una pregunta legítima y honesta… ¿Leche? ¿De dónde?
Para el médico debe haber sido como un latigazo certero, pero muy veraz. Fue entonces que el doctor Rendic mostró ese matiz tan especial que trasuntaba humanidad pura. Me tendió en una camilla y me auscultó, presionando fuerte en el abdomen con sus enormes manos. Confieso que me hacía cosquillas, pero la mirada fiera de mi abuela me obligaba a aguantar y esconder la risa que intentaba escapar. Me ordenó ponerme la camisa y me subió a la balanza, comprobando que estaba bajo de peso. Se rascó la cabeza, pensó en algo y chaqueó los dedos. Acto seguido fue al interior de su casa y regresó con dos bolsas, que las envolvió cuidadosamente. Mi abuela en tanto, no cesaba de contarle que "con pura sulfa me había cortado la diarrea" y que me había dado unos dedales con leche de la "Baronesa", para "afirmarme el estómago", porque se sabía que la leche de perra era "santo remedio" para los "cabros débiles de la guatita". El médico escuchaba atentamente, sin quitarme la mirada, plena de ternura.
"El papá le compra un vaso de leche de la burra que tiene doña Pascuala… Ella pasa por allá todos los domingos" -explicaba mi abuela Amalia, tratando de aportar cuanta información pudiera servir al médico para precisar el diagnóstico. Don Antonio escuchaba, con el lápiz en la mano, esperando escribir una receta. Luego entregó las bolsas a mi abuela, recomendándole me diera leche todas las mañanas.
Siguió escuchando y recomendando, con una voz que derrochaba suavidad. "Tiene que darle leche, pan, fideos… El niño está muy delgado y es importante que junte energía antes que le llegue el desarrollo, porque este niño va a ser grandote…." -dijo el doctor. Me pasó la mano por la cabeza y examinó una de las pocas costras que me quedaban como secuela de la infecciosa "piltra"… "Esta porquería ya va en retirada… Se están secando las costras y se van a caer… Lávele la cabeza todos los días. Aunque sea con jabonela de jabón "Gringo"… Y no le eche más azul de metileno…" (Tintura que me teñía el cuero cabelludo de color azulado, lo que incitaba a mis amigos del barrio para que se burlaran cruelmente de mí).
Hace unos días, estuve en esa esquina de Latorre/Uribe. Quise entrar y hacer una pregunta cualquiera, para ver cómo está esa casa del doctor Rendic, una casa que fue refugio de tantos, donde se aliviaron los males y las penas de muchos coetáneos. No me atreví a entrar… Sólo atiné a reflexionar, pensando cuán distintos son los médicos de hoy…
"Mi médico de la infancia tenía una virtud que los galenos de hoy han perdido: saber escuchar al paciente y atenderlo con cariño… Así de simple."
un santo para antofagasta