Oh, dulce amor mío…
Armando Carrera es el antofagastino que nació al fondo de un vals. Había visto la luz en Talcahuano. Pero, sus padres decidieron seguir la huella de la fortuna y emigraron al Norte. Antofagasta estaba, a comienzos del siglo 20, como un santo y seña de la suerte. El niño Armando principió a sentir el mundo en medio de nuestras calles. Era un muchacho silencioso, con una cabeza firme y una extraña manera de quedarse ausente entre los que lo rodeaban: parecía como si escuchase voces, solo para su oído, lejanas voces que le llamaban.
El padre, que poseía una "casa de cena" en Maipú, entre Matta y Ossa, entendió que aumentarían sus parroquianos sí, además de una vianda abundante, les ofrecía música. Compró a su hijo un acordeón. Armando se puso a la tarea de dominarle lo antes posible. Vencido el instrumento, sus audiciones empezaron a ser un espectáculo; el padre celebró sus nuevas ventajas. La prosperidad empujó otra ambición: ¿y si el hijo estudiara piano?
Armando, una tarde, se halló delante de un piano, arrendado en la casa de Bruno Elbo. El piano parecía una barca. Ahí, se forjó el autor del vals "Antofagasta", sembrándose y cosechándose a sí mismo en el misterio del do-re-mi…
La inspiración saltó del Reloj de los Ingleses: "¡Oh, dulce amor mío, dancemos este vals…!" En este vals, es el espíritu de nuestra ciudad lo que impone su ley: ley de adioses y de ausencias, de caminos perdidos y de rastros cubiertos por distancias invencibles. Así es Antofagasta, el hada madrina que nos consuela de "las penurias que solemos pasar".
Armando falleció el 17 de septiembre de 1949. Terminaré, contando el más puro de los homenajes que se le tributó en Santiago. A medianoche, cuando relucía la gala "dieciochera", en el American Bar, de Bandera, el bandoneonista argentino Ángel Caprioglio, de pie, pidió silencio y dio la noticia. La concurrencia se conmovió. La orquesta reventó con el vals "Antofagasta". Nadie se movió, La pista solitaria espejaba nuestra pena.
Andrés Sabella