Los ocho más odiados
Entretenida pero desapasionada. Coherente con el estilo y temas de su director, pero que no aporta nada nuevo a un cine que hace rato es más de lo mismo. Pieza clave para sus seguidores y material de sobra para quienes no son sus adeptos. Todo esto suscita la octava película de Quentin Tarantino, "Los ocho más odiados" que, con sus 168 minutos, se odia o se ama sin términos medios.
Se trata en efecto de un filme larguísimo que toma elementos de un sinnúmero de películas (algo habitual en Tarantino) y lo recicla con mucho despliegue de violencia y cierto regocijo en el gore, es decir, esa tendencia a hacer de la sangre un espectáculo.
Si en los 90 esto de tomar pedazos de películas, hacer citas y reciclar a diestra y siniestra era visto como innovador, hoy parece un cliché, casi como una falta de creatividad en un realizador que viene contando historias entretenidas porque está basado de manera directa o indirecta en otros filmes más nobles.
Tal vez lo mejor de Tarantino haya sido su brillante "Jackie Brown", despreciada en su momento, aunque todos prefieran "Los perros de la calle" o "Tiempos Violentos". Lo cierto es que ésta -su octavo opus, algo que se recalca en el mismo crédito del filme- es una mezcla de varios géneros: el western italiano, el cine vampírico, el suspenso de Hitchcock y un poco de cine negro vestido de un Oeste que solo puede ser en el imaginario de este director.
En "Los ocho más odiados", Tarantino vuelve a usar hasta el exceso esos diálogos eternos, siempre al borde de lo absurdo, solo que no siempre da en el espíritu de aquello que busca homenajear: el cine de vaqueros clásico (al estilo de Sam Peckimpah) y el llamado spaghetti western en particular, ése que hizo Sergio Leone en Italia, imitando las praderas estadounidenses.
Usando el formato en 70 milímetros, la música de Ennio Morricone en la banda sonora, Quentin Tarantino cree estar haciendo cine de género, al estilo de los 70, de cuando los western eran fuente de una revisión de temas clave en la historia de Estados Unidos.
Con un inicio espectacular en su concepto visual y el empleo de la nieve, la película decae y se entrampa en una historia que entretiene, nadie lo niega, pero que no aporta en nada al cine de Tarantino. Es como un juego que se disfruta mientras dura, pero no trasciende, no aporta algo que se pueda reconocer como trascendente.
Es más, el director desperdicia justamente esa belleza visual del paisaje (algo impensable en el género western) y no cala lo suficiente en la psicología de sus personajes que son detestables o cómicos, pero nada más que eso. Y otra vez la misoginia y el racismo están presentes en un discurso fílmico que termina agobiando, especialmente en los tercios finales que se revelan casi como grotescos y paródicos.
A nivel de guión, la secuencia final nos recuerda esa obra de Agatha Christie, 'Eran diez indiecitos' y se echa de menos que se haya sacado mejor provecho a un personaje rico como el del cazarrecompensas (Kurt Russell) y a otro mejor todavía, el de Jennifer Jason Leigh, su prisionera que va camino a la horca.
Son pocos los que se atreven a decir derechamente que el cine de Tarantino es producto de una moda, de un instante de gloria que se desvaneció en películas tan burdas como 'A prueba de muerte' (2007) que nadie quiere recordar o en ejercicios forzados como 'Bastardos sin gloria' (20009).
Su cine es reciclado, es volver a forzar ideas pobres y manipular hasta las últimas consecuencias los peores tics que este realizador tiene: los diálogos eternos y absurdos, la repetición de los actores sobreactuados, la pobreza retórica y conceptual y una cierta tendencia a parecer atrevido cuando en realidad solo se trata de un director que tuvo sus quince minutos de gloria, los supo aprovechar y ahora vive de una ingeniosa maquinaria publicitaria que cada cierto tiempo lo reflota. Eso es marketing, claro, no es buen cine.
Victor Bórquez
Escritor, docente y
comentarista de cine