Familias describen las ventajas y "dramas" de vivir en pleno centro
CIUDAD. Antiguos edificios construidos con fines residenciales lentamente han cambiado su uso. Ahora albergan oficinas y locales comerciales de todo tipo, sin embargo, unos pocos aún habitan estos inmuebles y recuerdan con nostalgia mejores tiempos.
En una oficina del quinto piso del Edificio Vaticano, la abogada Camila Godoy revisa una serie de documentos, mientras de fondo suena música animé en su computador.
De pronto, esta joven profesional, de 26 años, interrumpe su labor y va a la cocina del que hace años era un departamento para servirse un café.
Pasan las horas y mágicamente comienza a sonar un playlist que ya no le agrada. "Ya me sé todas las canciones de los grupos que tocan en el Paseo Prat, escucho los autos todo el día y el ruido es tremendo", confiesa resignada por soportar eso diariamente.
El inmueble donde trabaja data de 1966, tiene ocho pisos, 21 departamentos y apenas dos residentes. El resto son oficinas que resguardan dos conserjes.
Otro caso
Cómodamente en el living de un departamento del último piso, Cristian Alfaro (45 años), recuerda que nació y se crió en el céntrico edificio.
Distintos viajes modificaron su acento y cuenta que hace un año volvió a la ciudad. Es más optimista que Camila.
"Acá no tengo que tomar locomoción, tengo comida, tiendas, todo en un rango de menos de cinco cuadras. Lo único que no está cerca es el aeropuerto, pero no lo queremos cerca", bromea.
El doble vidrio de sus ventanas explica por qué no se molesta con los ruidos.
Lo único complejo para Cristian es la transformación que vive el sector en la noche.
"La noche cambia totalmente el centro, la gente se va por seguridad y prácticamente se convierte en un desierto. Las personas que llegan quieren beber, buscan prostitución, drogas. Lo bonito del día se transforma totalmente en lo opuesto", cuenta el residente, mientras observa por su ventana semi-panorámica.
Desconfiada
Una situación similar al edificio Vaticano vive su par "Rivas Roces", ubicado en calle Latorre con Prat. Allí hay 30 departamentos y sólo dos están habitados. El resto son oficinas de médicos y abogados.
Con la puerta entreabierta, unas de las residentes cuenta que llegó al lugar hace menos de un año y que en las noches toma "una pastilla" para no sentir los ruidos y peleas que se producen en la calle.
La mujer no quiere dar detalles de sí misma. Es desconfiada, como muchas personas de la tercera edad.
Ella y otra vecina del segundo piso habitan el lugar en solitario desde las 19 horas, cuando desocupan las oficinas.
Tras responder un par de preguntas, la nerviosa mujer da por terminada la conversación y en el pasillo se escucha fuerte el sonido del cerrojo. Afuera, en un par de horas, los pasillos quedarán vacíos.
Esta soledad es algo más llevadera para las 13 familias que habitan en el edificio Centenario, ubicado en calle Washington, frente a la plaza Colón.
En sus inicios el lugar era una residencial, pero ahora tiene el mismo uso que el Vaticano y el Rivas Roces.
La situación de inseguridad y descontento por la transformación que se produce en el entorno se replica entre sus habitantes: ruidos, riñas y basura son las principales quejas.
Deterioro
La arquitecta Montserrat Venegas, de la Universidad Católica de Valparaíso, reflexiona que la subvaloración de vivir en el centro se produce principalmente debido a estos dramas cotidianos, pero valora la decisión de algunas familias de mantener la residencia.
Cree que la gente podría dar valor agregado a su ubicación, por ejemplo, transformando sus casas en "viviendas-boutiques", en los casos que ello sea posible.
"Sin embargo, para que eso ocurra la gente debe querer hacerlo, debe darle valor al espacio, al vecino, si se deja morir es muy difícil", agrega.
Para la profesional, el sector del parque Brasil es un buen ejemplo de un barrio residencial que ha permitido el ingreso de nuevos usos que aportan vida y no están compitiendo. "Le dan actividad a los vecinos", comenta.
El miedo nocturno y los ruidos no afectan, con la misma severidad, a los vecinos del edificio Plaza Colón.
El tesorero de la comunidad, Jaime Agüero (55), enumera los 51 departamentos. Dice que hay cinco oficinas y 17 locales por fuera. Todos cancelan gastos comunes, lo que permitió hacer algunos arreglos.
"Quisimos mejorar la calidad de vida, porque hay mucha gente de edad. Hace dos años entrabas y era un desastre. De ese jardín que ves (indica el fondo del terreno) salieron ratones, arañas, de todo, hasta animales muertos había entre los matorrales. Sacamos más de 70 bolsas de basura", recuerda Agüero.
Para él, lo mejor de vivir en el centro es el fácil acceso a comercio y servicios básicos.
"Esto es como un oasis, porque hay un solo acceso y salida. También por su tranquilidad. Si te sientas aquí es como si estuvieras en otro lado, te transportas de Antofagasta. No te das cuentas de las cosas que pasan en el centro", revela.
Para la arquitecta Venegas, cuando las familias abandonan un sector residencial, generalmente es por pérdida de calidad de vida. Por eso piensa que para que el uso se mantenga, es indispensable rehabilitar el centro urbano, que hoy está "bastante descuidado".
Y menciona el ejemplo de los vecinos del Barrio Yungay de Santiago, que vieron potencial en el lugar que deseaba modificar el plano regulador.
"Ellos se organizaron porque entendieron que lo que tenían, poseía un valor. Y eso demuestra que el poder de la gente moviliza a los servicios, ahí puede estar el motor del cambio", asegura.
Plaza colón
Los primeros departamentos del edificio Plaza Colón se entregaron en la década de 1960. En esos años llegó Sara Legua (73 años) con su esposo Gregorio Papasideris (89).
Sara recuerda que en los 70 "el patio era como el patio de un colegio, lleno de niños, no como ahora".
Sus dos hijos estudiaron y se fueron del hogar. Lo mismo pasó con las demás familias.
"Y después empezó a llegar gente que no era de buen vivir, no saludaban y así todo fue cambiando", relata Sara.
Todos esos días en que los pequeños recreaban el Festival de Viña en el patio ahora son voces lejanas en la cabeza de estos antofagastinos.
"Yo lo único que deseo es que esto vuelva a ser como antes", dice Sara, y abraza a su marido en la puerta del departamento en que empezaron su vida como pareja.
"Antiguamente el edificio era más habitacional, pero ahora hay oficinas y se ha perdido un poco el sentido del edificio familiar".
Elsa Castillo Hidalgo,, edificio Plaza Colón