Oración por los niños
Ayudemos al niño en todo: en sus juegos, en sus estudios, en sus penas y alegrías. Hagámosle comprender que estamos a su lado en todo momento, dispuestos a servirlo y a cuidarlo.
Dios ama a los niños y nosotros debemos amarlos también, porque tenemos mucho que aprender de su humildad, de su ternura, de su desprendimiento y de su sabiduría. Su sabiduría es la sabiduría de la inocencia, su bondad, el reflejo de su ternura y su desprendimiento, la expresión de su alma generosa.
Una casa sin niños es un jardín sin rosas. Con ellos está el sol, la alegría y la felicidad. Y todo hogar, por muy humilde que sea, se llena de luz y de música cuando vibran en él los cascabeles de su risa.
En el alma de los niños está el alma del niño Dios: amémoslos.
Niño, apégate a mi corazón. Quiero escuchar los latidos del tuyo junto al mío para volver a la infancia.
Déjame bañarme en tu inocencia y purificarme en la claridad de tus pupilas mirándote a los ojos.
La vida empañó mi espíritu enseñándome tantas cosas que, ojalá hubiera ignorado para siempre. Y ahora, cerca de ti, quiero sentirme niño otra vez para reír como tú ríes y vivir en paz como tú vives.
Niño, cuando reces, pide a Dios por los demás. Él escucha tus oraciones y accede a todo lo que le pides.
Niño, cuando reces, reza por mí.
El alma de los niños es diáfana como el cristal y Dios se mira en ella, porque ama la pureza y la inocencia.
La inocencia tiene la fragancia de las rosas y la hermosura de la humildad. Y cuando los niños rezan, sus plegarias llegan hasta Dios y repican todas las campanas del cielo, los ángeles entonan sus mejores himnos y en la tierra florecen los yermos y las cimas.
Madre, cuando de hinojos a los pies de tu niño, rezas o le enseñas a rezar, se abren todas las puertas del cielo para que Dios escuche tus plegarias.
Y mientras tú deshojas un Padrenuestro o desgranas un Avemaría, la mano del Hacedor vuelca miel en tus labios y en tu corazón, el perfume de todos los rosales y el néctar de todos los pistilos.
Ampara, Señor, a los niños del viento, del frío y de la lluvia. Haz que sus labios rían, que sus ojos no se bañen en lágrimas y que no les falte el pan de cada día.
Tú sabes que, cuando los niños ríen, el viento arrulla, las flores aroman y el mar se calma. Y que, cuando lloran, el viento ruge, las flores se marchitan y la mar se enfurece.
Si pusiste en sus miradas la claridad del cielo y en sus corazones la transparencia de la luz, consérvalos siempre puros, limpios de cuerpo y alma, y que el dolor no muerda en sus carnes ni la angustia sacuda sus corazones.
Tú dijiste una vez: "Dejad que los niños vengan a mí…"
Señor, no los desampares.
Tú que observas sus miradas tristes, sus ojos tristes y sus caritas demacradas; Tú que ves que les falta el pan y los alimentos, ampáralos, Señor.
Yo sé que los niños fueron siempre tus preferidos y que los amas de corazón. Por ello evítales todo dolor y todo sufrimiento y hazlos que crezcan sanos y robustos para que sean ciudadanos útiles a sí mismos y a los demás.
Cuando falta el pan en la mesa de los pobres, los días son más largos y las noches interminables: no se puede vivir con el estómago vacío. Y es inútil suspirar por un mendrugo de pan cuando no se tiene con qué obtenerlo.
Pero Tú, Señor, que diste la vida por nosotros no los dejarás abandonados y estarás junto a ellos "partiendo tu pan" y repartiéndolo entre todos como un padre amante y generoso.
Los niños pobres no tienen más amparo que el tuyo. Ayúdalos, Señor, y sus caritas tristes se volverán risueñas, sus ojeras desaparecerán poco a poco y la felicidad se hará en sus corazones.
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