Vida y muerte en noviembre
Durante cierto funeral nos tocó escuchar, en el cementerio, el canto de cientos de pajarillos que, indiferentes al proceso que acontecía, revoloteaban, llevando por los aires el júbilo en sus pequeñas vidas. Cantaban, colmando la mañana, atravesando nuestras angustias.
Los pajarillos del cementerio se encuentren, allí, para recordar a los vivos que existe, pura y alta, la alegría de la Vida. No es otra su tarea: enseñarnos que encima de la Muerte y de los muertos corren las horas de la Vida y que es a ella a la que debemos servir, sirviendo en la plenitud del ser y de las cosas.
Los demás acompañantes del entierro, tal vez no oían la belleza humilde del humilde concierto que los pajarillos trinaban. En su pena sólo escuchaban los trabajos que anteceden al definitivo y terrible cierre de las tumbas.
Miramos a lo alto: radiaba el azul del cielo. El ataúd entraba en la quietud del nicho. Los ojos de los que lo acompañaban querían traspasar el misterio, distinguir qué espacios o qué simas cruzaba el muerto.
En la solemnidad de aquel adiós, el canto de los pajarillos despedía a un hombre que empezaba a ser parte del Todo y de la Nada: lo despedía en augurio de gracia y de paz.
Era el más hermoso de epitafio que cubría el viajero, ya en el umbral de las sombras de mudez empavorecedoras.
Cuando se anda por los cementerios estremecidos por tantas "visitas", se piensa que los pobrecitos cementerios solitarios de la pampa, en el desamparo de los de la costa nortina. Allá, el Más Allá gravita con su tiniebla más espesa. Allá, la Muerte pesa dos veces su olvido.
"Viene la muerte en un ataúd de niño,/en un ataúd donde la luna sobraría,
casa y noche, amorosamente, construidas /con madera chilena y lágrimas del padre"
De repente advertimos que la vida no es sino una calle de muchas esquinas. Lo grave, al caminarla, es ignorar en cuál de tales esquinas nos aguarda la Muerte para colgarse de nuestro brazo y arrastrarnos hasta el confín de la ceniza.
Andrés Sabella, 01. 11. 1980