Había una vez un país...
"Pero el temor no disminuía en este país y la gran mayoría pensó que era mejor estar más seguro que libre".
Había una vez un país que se llamaba Percepcionlandia que decidió cambiar su forma de castigar. Transformó el papel en palabras y el oscuro secreto de un juzgado del crimen en un público acto de castigo. Decidió que una misma persona no podía procesar, acusar y condenar y que era necesario asegurar, para la justicia del castigo, que el acusado tuviese un defensor.
De pronto ese país fue sacudido por una fuerte percepción de temor que salía de imprentas y pantallas, que obligó a restablecer viejas formas de procedimiento policial y judicial. Algunas mentes ilustres dijeron que la percepción era parte de la realidad. Varios pensaron que era necesario responder a la amenaza con herramientas útiles. No obstante, el temor siguió creciendo sin parar hasta que fue necesario volver a cambiar las reglas.
La gran mayoría estuvo tranquila por algún tiempo hasta que nuevamente el temor se volvió a apoderar de la gente, que no quería salir de sus casas. Sentían temor por sus vidas y propiedades. Nada parecía detener a los bandidos. La demanda por mano dura se instaló transversalmente. Desde azules a cafés pedían que las viejas normas que existían para castigar fuesen repuestas. Era necesario poner fin a eso que todos llamaban "puerta giratoria". Los azules decían que era culpa de los jueces. Los cafés culpaban a los policías y fiscales. Unos cuantos pedían reducir a los defensores.
Repentinamente en algo se pusieron de acuerdo los azules y los cafés. La presunción de inocencia debía ser respetada, especialmente si se trataba de gente azul o café. En cuanto a los de otros colores ya se vería en cada caso. Depende, dijeron.
Lamentablemente el temor no disminuía. Las noticias no hablaban de otra cosa que de portonazos y otros flagelos similares. La gran mayoría pensó que era mejor estar más seguro que libre. No dudaron, entonces, en apoyar otro cambio a las reglas cambiadas. Había que protegerse. La cárcel, dijeron, es la solución. De pronto se volvieron a llenar las cárceles.
Los azules y los cafés creían que hacían lo mejor. Era por el país, se repetían. En ese país nadie veía las estadísticas (ni siquiera los datos de la misma Oficina de Prevención del Crimen). De pronto, hubo una propuesta lógica. Había que cambiarle el nombre al país. Coincidieron en llamarle Temorlandia.
Colorín colorado este no cuento no ha acabado.
Ignacio Barrientos Pardo
Jefe de Estudios Defensoría Regional de Antofagasta