Secciones

Los milagros de un moribundo

E-mail Compartir

Así pasaron los años, en una constante romería de devoción. Pasaron también para el monje, implacables. Se acercaba la hora de su muerte. Ya no era un monje: era un santo. Un santo en vida. Su canonización: como si ya estuviera firmada por tres papas. Le sobraban méritos para el cielo y para los altares. En el monasterio y en la ciudad suponían que esperaría la muerte con la debida deferencia a los designios divinos, sin moverse de donde estaba, pero los hechos les reservaban un sobresalto de proporciones. El santo le comunicó un día al abad, quien no tardó en transmitirlo a las autoridades de la ciudad, su decisión de ir a pasar sus últimos días (no serían mucho más que eso) a su pueblo natal en Italia. Quería, dijo, que ahí reposaran sus huesos una vez que el alma hubiera ido a reunirse con el Señor. Trataron de disuadirlo, pero no hubo caso. Al parecer se interponía una vieja tradición de remotos orígenes etruscos según la cual el que moría lejos de su tierra natal se quedaba entre los hombres, en forma de fantasma. De nada sirvió que le recriminaran ceder a lo que sonaba como una superstición crédula y hasta apóstata; ni los mismos que lo decían podían negar que había algo convincente en su simetría. El sedentarismo exhibía, en el momento más inoportuno, su naturaleza paradójica. Y aunque hubieran argumentado con más energía tampoco habría servido de nada. El viejecillo, que desde su primer milagro cuarenta años atrás vivía rodeado de una invariable veneración, se había acostumbrado a hacer su voluntad, la misma que amansaba a los lobos y curaba las escrófulas.


"El santo"

César Aira

Editorial Random House

144 páginas

$10.000

Adelanto del libro "El santo"

Por César Aira

César Aira destapa el amor fugaz de un monje

La nueva novela del escritor argentino, considerado uno de los más importantes de su país, se llama "El santo" y relata la historia de un religioso a punto de morir que se va de viaje y encuentra un amor de cuatro días. En esta entrevista, el autor habla sobre el catolicismo y señala un "error" del Papa.
E-mail Compartir

El escritor argentino César Aira acaba de publicar "El santo", su última novela. En ella, un monje que espera la muerte inicia un viaje inexplicable y vertiginoso. En un momento el santo es un esclavo, luego un enamorado o un pensador.

"El santo" es la última novela de Aira, pero también la continuación de una obra magistral que es capaz de narrar, desde el relato tradicional, las cuestiones decisivas de la novela moderna: su vinculación con el ensayo, su sospecha de la moral y de la misma narración clásica. Aira nació hace 56 años en Argentina. Ha publicado más de 80 libros, desde novelas como El santo hasta ensayos como "Continuación de ideas diversas", editado por la Universidad Diego Portales, o un "Diccionario de autores latinoamericanos"(Emecé).

Hay algo que siempre aparece cuando se habla de Aira: la enorme cantidad de libros publicados. Esa cuestión, más que de cantidad, habla de su método: a él, por sobre todo, le importa escribir, y eso se nota no solo en la extensión de su obra, sino en sus lecturas e incluso en su forma de responder estas preguntas.

-La teología es a la literatura lo que la sirena de los bomberos es a la música. Se la podría calificar de súperliteratura: mientras que la literatura es una construcción verbal referida de un modo u otro a la realidad, la teología es una construcción verbal referida a otra construcción verbal. Maravilla pensar que tantos hombres inteligentes y laboriosos, a lo largo de los siglos y a lo ancho de todas las civilizaciones, hayan dedicado tanto trabajo a la nada, al sueño, al reverso de un nombre. Es inevitable que de un trabajo tan loco hayan salido los más extraños monstruos de la razón.

-El catolicismo es la única religión que respeto, no por sus cretinismos dogmáticos, sino porque es la que le dio al mundo el mayor tesoro artístico en pintura, escultura, arquitectura, música, y también en poesía y leyenda. Encuentro por completo erróneo lo que dice el Papa, "quiero una iglesia pobre". ¡Si la riqueza es lo mejor que tiene! A los pobres les gusta la riqueza, es la hipocresía de los ricos la que pregona ascetismos y sencilleces deprimentes. Lo del Papa es típico pensamiento de clase media que no sabe nada de la vida.

-Como lector asiduo de novelas policiales estoy a favor de establecer con el lector un contrato de inteligencias, y no hacer trampas. Lo "demasiado fácil" es cortar el nudo gordiano con la espada, como lo quiere el realismo chato de la mayoría de mis colegas. Yo prefiero ir a los extremos de esas cuerdas, para ver qué secreto está protegiendo ese nudo.

-El santo de mi novela no experimenta ningún sufrimiento, al contrario, disfruta cada momento. Si di una idea distinta, fue culpa de mi torpeza. En cuanto a los santos del santoral, creo que la mayoría la pasó muy bien: casi todos fueron curas, así que no tuvieron que trabajar y dispusieron siempre de cama y comida aseguradas.

-Cuatro días no es tan poco tiempo. Todo en esta novela pasa muy rápido, en una semana, desde la primera a la última página. Es como esos turistas de escasos recursos que sólo pueden costearse una semana para recorrer toda Europa y lo hacen, y vuelven muy contentos y con mucho que contar. Quise hacer un paralelo entre el viaje y el amor, por la dilatación del tiempo y por la revelación de que en uno tanto como en el otro el concepto general, "viaje", "amor", se disuelve en las particularidades que lo conforman.

Una obra

-Ahí puede haber un barrunto de prejuicio de mi parte. Pero no se pierde tanto ignorando lo que se escribe hoy, si en el pasado hay tantísimos tesoros por descubrir. De todos modos, me mantengo más o menos al día. Leo muchas dos primeras páginas.

-Ojalá fuera así. Aunque al escribir no me propongo nada revelador o místico, mucho menos didáctico. El mundo que se abre -o entreabre- en mis libros es mi pequeño mundo personal, donde todo lo que hay es un escritor, que es uno de los seres menos importantes que ha producido la civilización.

-La recepción de mis libros se reduce a cuatro o cinco amigos que me dicen que se rieron mucho leyéndome y eso es todo. En cuanto a las reseñas en diarios y revistas, casi siempre delatan una lectura apresurada y superficial. Si son positivas y elogiosas, me quedo muy contento. Si son negativas, cedo a la tentación fatal de darles la razón y me deprimo. De cualquier modo, cuando escribo me olvido de todo eso.

-No, ningún agobio. Como nunca hice periodismo ni di clases, nunca tuve que obligarme a escribir (a pensar tampoco). Siempre lo hice por placer, y me lo permito con cuentagotas, seguramente por esa mentira que nos inculcaron de que todo placer tiene algo de culpable. O bien lo economizo para no empalagarme. Nunca escribo más de una página por día y me tomo dos o tres días de descanso por semana.

-Siempre fue casual, y desde que mi agente se hizo cargo me desentendí totalmente. Siempre me sentí un tanto culpable frente a los editores. Ellos ponen plata, trabajo, esperanzas crematísticas, en lo que para mí fue nada más que un juego irresponsable.

el argentino césar aira escribe una página por día y se toma dos o tres días de descanso a la semana. Suma más de 80 libros, entre novelas y ensayos.

-La idea de que sus novelas son ensayos escondidos es particularmente notoria en "El santo". ¿Qué le interesa en este caso, por ejemplo, de la teología?

-En algún momento de "El santo" rememora "las historias legendarias del cristianismo". ¿Le interesa esa forma de narración?

-El santo de su novela, en algún momento, descarta cierta respuesta, porque le parece "demasiado fácil", algo parecido a lo que se dice en "La muerte y la brújula", de Borges.

-¿Es el sufrimiento del santo una sensación que nace de la culpa cristiana o no tiene que ver con su fe?

-Su interés en el amor en este libro rápidamente deviene, después de cuatro días, en desamor. ¿Es el amor un sentimiento sutil?

-Da la impresión de que sospecha o desconfía de la literatura contemporánea. ¿Es así?

-El inicio de "Continuación de ideas diversas" formula una pregunta que parece hablar mucho de su obra: "¿Es el mundo realmente?". Sus novelas, de alguna forma, ¿abren un mundo que antes parecía haber estado cerrado?

-¿Cómo influye la recepción de sus libros al momento de escribir?

-Ha dicho que cree pertenecer a la excepcionalidad de escritores que les gusta escribir, aunque imagino que también tendrá momentos de agobio. ¿A qué se vinculan esos momentos de agobio?

-Su relación con el mundo editorial es particularmente dinámica. ¿Por qué?

"Encuentro por completo erróneo lo que dice el Papa, 'Quiero una iglesia pobre'. ¡Si la riqueza es lo mejor que tiene!".

Sublime

E-mail Compartir

Tras las tormentas y los terremotos en Chile sonríe la primavera. El océano de la costa central que hace unas noches bramó e invadió la tierra, hoy exhibe una calma chicha. Ni una ola riza la orilla en esta playa donde ellas suelen reventar formando tubos estrepitosos. El sol se pone en medio de un silencio que sólo quiebra el carcajearse de las gaviotas y los cormoranes. Las aguas se tiñen de un naranja que tira a rosado. El verde de los cerros que rodean esta pequeña bahía también se acentúa. Tan quieto está todo que ni siquiera sopla esa brisa que el cambio de temperatura levanta en los atardeceres.

Es una vista magnífica. Pero no hay que engañarse. Mirado a fondo todo paisaje -especialmente uno magnífico- revela ser la ruina geológica de algún cataclismo.

Las tormentas que trajo El Niño de este año reverdecieron las montañas de la Cordillera de la Costa. Sin embargo, para algunos de los árboles más viejos ese exceso de agua llegó tarde y en lugar de salvarlos los condenó. Las grandes tormentas ablandaron la tierra endurecida donde hundían sus raigambres. Entonces los vientos huracanados tumbaron con más facilidad a estos viejos colosos arbóreos. En otros casos, las ráfagas quebraron los pinos secos, partiéndolos por la mitad como gigantescas astillas.

Unas semanas después vino el terremoto. Privadas del soporte de esos árboles viejos algunas laderas cedieron un poco. Un gran ciprés, arrastrado hasta el borde de un barranco, cayó de bruces sobre la orilla del mar. Su copa se hundió en el agua mientras sus raíces desenterradas quedaron arriba en la ladera, parecidas a una mano retorcida intentando agarrarse del aire.

Ninguno de esos pequeños desastres le resta belleza a este paisaje. Por el contrario, estos restos dramáticos hacen más "sincera" -menos cursi- a esta postal de puesta de sol sobre el mar con montañas verdes en el trasfondo. Reconocer las incesantes destrucciones que se esconden tras una vista grandiosa produce una emoción compleja, cuyo nombre antiguo y hoy devaluado es "lo sublime".

Edmund Burke definió a lo sublime como un "horror delicioso". Un goce temeroso y reverente que nace del contraste entre la magnificencia del mundo natural y la comparativa insignificancia del ser humano. Los pintores paisajistas solían remarcar nuestra pequeñez adornando sus vistas sublimes con alguna ruina de una civilización desaparecida o pintando una nave zarandeada por una descomunal tempestad. El temporal, el terremoto y el tsunami hacen lo mismo tomando vidas y arruinando bienes.

Hoy la muerte personal se olvida en un culto frenético del presente. Y parece que tampoco creyéramos en la posibilidad de que nuestra civilización desaparezca. La marea humana se ha vuelto más grande que cualquier marejada, casi más grande que el propio planeta del cual desbordamos. Quizás por eso ya nadie pinta paisajes con una ruina. Y los Apocalipsis modernos en lugar de textos sagrados son entretenciones hollywoodenses, tan caras que su presupuesto bastaría para reconstruir una ciudad devastada.

Sólo la naturaleza se encarga todavía de recordarnos nuestro lugar. En sus incesantes transformaciones el suelo, el mar y el cielo a veces arrasan vidas y bienes. Pero la tierra se muestra ecuánime: para que evitemos creernos únicos protagonistas de esos grandes dramas, ella arruina también sus propias obras.

Un terremoto nos recuerda que los Andes son colosales escombros apilados hasta el cielo. Una tempestad delata que los bosques de esta verde primavera crecen entre cadáveres: los troncos blancos de los árboles que cayeron antes para que otros brotaran sobre su humus.

Ahora mismo tiembla. Otra réplica, una onda tardía del gran terremoto, sacude esta estrecha cornisa sobre el Pacífico a la que llamamos Chile. La placa de Nazca, esa bestia submarina que nos arruga la patria, levanta un poco más la tierra bajo nuestros pies. Sentimos y tememos su fuerza sublime. Pero sin sus incesantes destrucciones tampoco conoceríamos estas deslumbrantes bellezas.

POR CARLOS FRANZ*

el espejo de tinta

Reconocer las incesantes destrucciones que se esconden tras una vista grandiosa produce una emoción compleja.