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DOCTOR RENDIC: UNA LECCIÓN DE HUMANIDAD

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Siendo oriunda de Santiago, hace ya bastantes años, por razones de trabajo, residí en Antofagasta por algún tiempo, con mi hija de seis años en ese entonces y un bebé de dos años. Afortunadamente, mi hijita no presentó ningún problema de salud durante nuestra estadía en esa ciudad.

No así el niño, pues él sufría una enfermedad rebelde, que afectaba sus defensas y, a pesar de los numerosos tratamientos que se le habían aplicado en la capital por distintos médicos, recaía una y otra vez por la misma dolencia y su recuperación era muy lenta.

Un día, amaneció con una alergia muy fuerte en toda su carita y un desgano generalizado, algo poco usual en él. Debo reconocer que me angustié, ya que sabía que en ese tiempo no había pediatras especialistas en Antofagasta. Comenté mi problema con los compañeros de trabajo en busca de un consejo y varios coincidieron en recomendarme al Doctor Rendic, por su larga experiencia clínica y acertado diagnóstico.

No dudé y, al día siguiente, muy temprano, llegué hasta su consulta, la que encontré muy particular y diferente a todas las que yo había frecuentado hasta entonces. Lo primero que observé fue gran cantidad de gente con niños pequeños fuera de una casa esquina con un antejardín, porque seguramente no podían caber en el interior.

Me uní a ellos en espera de mi turno de atención y entretanto sólo escuchaba elogiosos comentarios acerca del médico. Cuando, en algún momento, el llamado Doctor de los Pobres salió de su consulta para abrir la puerta, me sentí fuertemente impresionada al verlo: un señor muy alto y delgado, entrado en años y con una mirada de bondad, que traspasaba el alma, era como ver al mismo Jesús tendiendo la mano a los enfermos.

Esperé y esperé hasta que por fin llegó mi turno y el médico que, curiosamente, también hacia el oficio de secretario, me hizo pasar. Sentó a mi bebé en la camilla, le revisó la carita con una lupa, me indicó unas cremas para colocarle en su piel manchada. Luego se dio vuelta, caminó hasta una vitrina, sacó un tubo de crema y me lo regaló.

Le pregunté por el valor de la consulta y me dijo: Este Juanito no me debe nada, ya que ha venido de tan lejos a verme. Me sentí muy sorprendida, confundida, pues estaba acostumbrada a pagar por la salud de mi hijo. Al despedirnos, me aseguró que mi hijo se recuperaría rápidamente y que no volvería a sufrir de esa dolencia. Todo sucedió como él me lo había asegurado.

Después de un tiempo, tuve que devolverme a Santiago y toda vez que mi hijo padecía alguna enfermedad propia de su edad, lamentaba que allí no hubiera un Doctor Rendic, ese ser maravilloso que sólo se podía encontrar en la bella Antofagasta y que me marcó para siempre, entregándome una gran lección de humanidad. Cómo envidio a los antofagastinos por lo afortunados que fueron, pues tuvieron la suerte de compartir su vida con un verdadero santo.