Héroe con vacación de servicio
un santo para antofagasta
No recuerdo exactamente cuántos años tendría, pero esa tarde mi madre esperó sólo algunos minutos para que me atendiera. Era el tiempo en que los consultorios y las clínicas estaban por llegar; ese tiempo en que si no alcanzabas horas en el Hospital, podías ir a ver al médico de los pobres y él siempre te recibía.
Sólo vagos recuerdos tengo de ese instante. Una sala algo oscura, una vitrina de instrumentos que brillaban con la luz de alguna lámpara lejana y otra de remedios, que se repartían con generosidad extrema…y un médico alto de delantal blanco y hablar sereno que me examinaba.
-Quédese tranquila, señora, es sólo un resfriado que, en algunos días, se le pasará- le dijo a mi madre, al mismo tiempo en que le pasaba algunos remedios. Así fue como conocí al Doctor, a quien mi madre admiró siempre.
Con los años me convertí en profesor y, una mañana, fui invitado a la graduación de enseñanza básica y media de los reclusos, que son atendidos en la Escuela que funciona al interior de la Cárcel Pública.
Estaba sentado junto a otros profesores que trabajaban en el establecimiento, cuando sentimos una gran ovación. Era el Dr. Rendic que llegaba. De terno más bien claro, una corbata oscura y delgada, más un elegante sombrero con un ribete negro.
Caminó lentamente hacia su asiento entre los aplausos de todos los asistentes, a los cuales respondía con caballerosos gestos y venias de su sombrero.
Ha transcurrido el tiempo. Recuerdo la ceremonia que se le hizo a los comienzos de los ´90 para homenajearlo y presentar un libro suyo de poemas y escritos de Antofagasta. Allí estaba esa figura alta, de cabellos blancos y pómulos hundidos en la santidad de dar. Solo en el escenario de ese Teatro lleno de gente, que enmudecía ante la lucidez del hombre, que hizo carne el Evangelio y soneto su amor por esta tierra.
Los minutos pasaban rápidamente y él explicaba pasajes de sus escritos y poemas con la habilidad mágica del más eximio narrador de historias. Cuando por breves segundos, hace una pausa y nos pide disculpas porque nos cree cansados. ¡Sí, cansados! A nosotros que cómodamente escuchamos a este hombre, que sobrepasaba los 90 años y nos hablaba de pie desde el escenario. Sin error alguno. Al término de sus palabras, un Teatro Municipal que aplaude de pie y eufórico a uno de sus hijos predilectos. Es una imagen imborrable para todos los que tuvimos el honor de estar allí esa noche.
El Doctor siempre recordó su tierra, esa bendita tierra que él dejó un día, al igual que muchos de sus paisanos para ganarle al desierto y hacerse gente del Norte. Ellos fundaron Compañías de Bomberos, Clubes Deportivos, colegio, dieron trabajo en industrias y negocios, lucharon por días mejores, sin ausentarse jamás de la caridad y el amor por este ripio estéril, que da forma diaria a nuestro paisaje.
Al pasar el tiempo y los acontecimientos, la figura del Dr. Rendic se hace inmensa, inmensa en la santidad de sus acciones y en la profundidad de sus escritos. Así como el sacerdote que recogió niños en los puentes del Mapocho o la monja que limpió a los leprosos en la India, o el padre que caminando por España y el mundo nos enseñó a conocer y respetar a Dios en la vida cotidiana. Este médico de los pobres, con su vida y ejemplo, nos llama a construir una sociedad más humana y justa, donde nuestros dones estén al servicio de los más necesitados y de sus requerimientos más urgentes.
Hoy, la memoria y las acciones del Doctor nos reclaman mucho más que un simple recuerdo hecho de calles y palabras. Es el bronce noble y austero el que debe inmortalizar la figura de un hombre santo que, una vez, su compañía fue regalada por Dios a nuestra querida Antofagasta.