Cosas por creer, cosas por hacer
Distintas investigaciones, han confirmado lo que la experiencia ya sabía: el profundo impacto que tienen las emociones y los sentimientos en nuestra cotidianeidad. En lo individual y lo colectivo.
Quizás la prueba más palpable ocurra con los niños: la mayoría entiende que los mejores resultados se logran con afecto, construyendo, más que derrumbando; reforzando lo positivo, más que castigando lo negativo.
El preámbulo puede servirnos en algo para pensar, al menos por un momento, en cuánto impactará en nuestras relaciones el tipo de vínculo que tenemos con Antofagasta.
La ciudad que nos cobija es sujeto de permanentes ataques de todo tipo, respecto a su geografía, trato y carencias.
Muchos tienen razón, lo hemos escrito antes; pero también debemos relevar la infinidad de cosas buenas que tiene la ciudad.
Buen clima, empleo, enormes perspectivas y altas expectativas de desarrollo ancladas en aspectos ciertos, no meras ilusiones.
Y algo fundamental, que no podemos dejar pasar, dice relación con que la ciudad no es la suma de casas y departamentos, sino el cúmulo de personas, de historias, experiencias, virtudes y diferencias que tanto valor tienen.
La heterogeneidad antofagastina es positiva y no algo negativo, como muchos quieren creer.
Antofagasta, nuestra tierra es una epopeya en sí misma, es el triunfo de la vida en condiciones absolutamente adversas; en medio del desierto más árido del mundo, una especie de isla, tal como lo retrató el sociólogo César Trabucco.
Pero al mismo tiempo, ostenta una posición privilegiada en el concierto sudamericano, con una cercanía evidente a Argentina, Bolivia y Perú, pero también a Brasil, Paraguay y Uruguay.
Hay tanto por hacer y crear, pero aquello implica, muy necesariamente, modificar nuestras acciones y nuestra forma de referirnos a esta tierra que nos da de comer.
Construir una mejor ciudad pasa inevitablemente por cambiar nuestra comunicación.