Antofagasta, en su diversidad y desde su génesis, ha sido criticada por la idiosincrasia de sus habitantes. Que son apáticos, poco amables, despectivos e incluso racistas, son parte de los mitos que rondan en torno a nuestra personalidad.
Una fotografía de la familia promedio oriunda de esta tierra, muestra a una madre rubia con hijos morenos conduciendo una camioneta todo terreno, mientras el padre ausente por los turnos mineros, en su regreso compensa el tiempo perdido con días completos dedicados a las compras en el mall de la ciudad.
La vida social se restringe a visitas a las casas de los familiares y "las juntas" con los amigos del colegio y la universidad. Abrir esos círculos hacia "los afuerinos", es poco usual, y según la visión de tres expertos, se explica aunque parezca insólito, desde lo complejo que es dar vida al desierto.
Así somos
El sicólogo y académico de la Universidad Católica del Norte Andrés Music, más que un perfil de los antofagastinos aporta a la discusión haciendo una generalización de la forma de ser de los habitantes de "La Perla del Norte".
"Tenemos una forma más cerrada de desenvolvernos. Hace veinte años, la ciudad era la mitad de lo que es hoy, lo que la hacía un lugar vacío donde cada persona transitaba en espacios que ya tenía conformados, como su familia y grupos de amigos y eso se mantuvo a lo largo del tiempo".
A partir de ese rasgo, las personas que llegan a establecerse, sean extranjeros o de otros lugares de Chile, una de las primeras dificultades que enfrentan, es la formación de redes.
"La gente de afuera se encuentra con que los antofagastinos ya tienen su 'mundo armado' y los círculos son más cerrados en ese sentido", explicó el sicólogo.
Music cree que esa percepción no pasa por antipatía, sino que le da una lectura distinta. "Por ejemplo en el sur hay una tradición más cercana, más de atender a los visitantes, aquí no tenemos esa costumbre de acoger de esa manera, no es de 'mala onda', es la poca costumbre", agregó.
En cambio, "los afuerinos", nos perciben "más atrevidos" por hacer cosas que la gente del sur no hace.
"Por tener parámetros más conservadores, que marcan una diferencia en un sentido distinto al de la personalidad", sostuvo el experto.
Esta forma de ser más cerrada, nos jugaría en contra para evolucionar en términos de una mayor apertura hacia los cambios que nos llevan a relacionarnos con personas de distintos lugares.
"Nos estamos transformando en una ciudad intercultural y eso requiere que nos abramos más y dejar esos espacios tan cerrados a los que estamos acostumbrados".
Isleños
El sociólogo antofagastino Cesar Trabucco, explica el mito, desde la historia de los "enganchados" que llegaron a trabajar en las salitreras.
"Esos trabajadores que formaron sus familias aquí vinieron engañados, por tanto somos más desconfiados que apáticos y pesados. Hemos tenido que aprender que nuestros afectos duran poco, porque la gente viene a trabajar y cuando terminan se van".
Que los capitalinos son más cálidos, simpáticos y amables, tampoco es real para Trabucco, más amigables son los sureños por las condiciones geográficas en las que formaron sus personalidades, en donde la relación con el vecino es fundamental para pasar el invierno.
Pasa también, explicó el sociólogo, "que nos acostumbramos a que nos miren en menos, como los capitalinos que encuentran todo malo. Eso genera la indiferencia en los antofagastinos hacia la gente de afuera".
Agregó que esta percepción también se explica, porque nosotros somos isleños y el norte sería un archipiélago de islas rodeadas de arena, porque "donde miremos hay desierto. Vivimos en un paisaje inhóspito".
"Acá no nos levantamos con el despertar de los pájaros, vivimos en condiciones de explotación, donde todo juega en contra y hay que tenerle mucho cariño a esta ciudad para vivir acá", aseguró Trabucco.
Otro factor fundamental es la falta de identidad y la gran cantidad de población flotante que ha llegado en los últimos años. Además que no nos "creemos el cuento" de la epopeya que significa vivir a 400 kilómetros de la primera fuente de agua dulce en todo el desierto.
"Esta crisis de identidad se generó en los años 90 con la llegada de la gran minería; así de claro, cuando llega Escondida, pasamos de ser un puerto de servicios a un campamento minero, ahí se generó el gran cambio".
barrios
La desaparición de los barrios es otro factor que afectó a la pérdida de la identidad, el negocio inmobiliario con sus edificaciones en altura desestructuró el concepto de comunidad y sirvió de caldo de cultivo para relaciones más frías e interpersonales.
"Hoy vivimos en guetos de 18 pisos donde antes vivía una familia en la casa de toda una vida con un gran patio", explicó el sociólogo.
Los nuevos edificios son los dormitorios ideales para los trabajadores de la minería que una vez que acaban sus contratos los dejan, dando paso a nuevos inquilinos que a su vez, tampoco forman lazos con los vecinos locales.
historia
"En las primeras décadas del siglo XIX, se habla de la lucha con el desierto que no entregaba nada y había que sacarle recursos y también el agua y por otro lado lo precario de la habitabilidad. Siempre ha quedado la imagen de esta pugna de la fisonomía de un campamento y una ciudad industrial moderna".
Para el historiador también hay un prejuicio de la población flotante que relaciona a la ciudad con lo "boliviano" y que no contribuye a una relación fluida entre las distintas partes.