María Elizabeth: corona de huiros
Fatídica mañana esa del 13 de enero de 1965. Cumplía con mi servicio militar y el corneta de guardia tocó el llamado de "incendio". Jóvenes soldados, casi niños, vimos lenguas de fuego y humo negro que se levantaron hasta el cielo. Esa mañana, -a las 06:45- vi pasar al "María Elizabeth". Navegó paralelo a la costa, mientras formábamos para la instrucción.
A las 12:10 del día siguiente la tragedia estaba consumada. Muertos, heridos y desaparecidos. Una explosión sacudió la nave, fondeada con sus anclas frente al Hotel Antofagasta. Ardió toda la noche. Rápidamente se fue a pique. Solo su pluma de proa quedó a la vista, junto al cable y el gancho.
Muchas veces amarré allí un pequeño "cachucho" en el que me hacía a la mar y me sumergí hasta alcanzar la cubierta y la escotilla Nº 1. Había sacos de cemento y fierro. El castillo de proa se veía intacto. Más tarde, una braveza invernal desplazó los restos náufragos y los depositó fuera del bajo "Paita", donde quedó para siempre. Primero la hélice, luego la carga y el eje. Más tarde todo lo comerciable, fue "aprovechado" por quienes hicieron de los restos un negocio redondo.
Años más tarde, bajé un par de veces. Lo recorrí de proa a popa. En medio de esa paz de la inmensidad submarina, el mar generoso acunaba la nave y rememoraba las vidas de los marineros fallecidos con cientos de enormes coronas de huiros…
Se agolparon los recuerdos, mientras cabinzas, cabrillas, rollizos y blanquillos escapaban asustados. Un par de pulpos -muy pequeños- se escabulló por uno de los ojos de buey de la popa. Volví a oír los estruendos de los balones de gas explotando y volando por los aires. Escuché las sirenas, los llamados de la radio solicitando dadores de sangre. Mi corazón latía acelerado. En el minúsculo vidrio de la máscara, pasaban las trágicas escenas, unas tras otras. La nave yace sobre la banda de estribor.
Entre las burbujas, dejé escapar un emocionado "Padre nuestro, que estás en los cielos…"
Han pasado cincuenta años de la tragedia.