Al tentarnos la dulzura expresiva de la infancia para trasladar algo de su hechizo hasta el poema, pensé, en un libro, ¡y me brotaron cuatro! El "poema para años" ardía en la ansiedad de mis aquellos lejanos años de aprendiz de ternura: comenzaron las experiencias para conseguir que no se llenara mi lengua de pedagogías, sino que de poesía, humilde y limpia, poesía al servicio de la infancia. Fueron instantes en que revivió en mi corazón el agua diamantina de la niñez: latía en mis células una especie de reintegración al árbol mágico de los sueños y los increíbles.
Mis días se volvían un regreso jubiloso a mi perdida niñez de caracolas y arenas blanqueadas por la luna calichera. Y, trabajando con estas materias ardorosas, peligrosas y responsabilizadoras, concluí el primer libro de ese tono; en seguida, el agudo problema del título apareció: ¿cómo llamarle, en qué símbolo esencializar la diafanidad que yo creí que guardaban mis poemas? No era cosa de titular con moraleja. El título es como la cara de una criatura: mientras más simpatía encierra, mayor es su posibilidad de penetrar voluntades y afectos.
Vivía yo, en una pintoresca pensión santiaguina de estudiantes en la primera cuadra de la calle del Carmen, esquina de Marcoleta. Calle de tranquilas y múltiples palomas. Mirándolas, me dije, pero no tan bajo como para que no lo oyera mi conciencia de escritor bisoño:
- ¡Éste sí que es un vecindario de palomas!
La voz de la intuición me secreteó al momento:
- Acabas de hallar el título de tu libro: "Vecindario de Palomas". Y, así, entró a las prensas de Nascimento, en 1941. La paloma era la cifra cabal de mi afán de pureza y encantamiento. Vuelo, transparencia y blancura, la paloma me fulgía con la gracia de una conducta celeste.
El amigo sonriente que encontramos cuando menos lo precisamos, al entregarle su ejemplar, lo agradeció, glosando alegre y proféticamente, ante el ave deliciosa que presidía mi tarea:
¡Ya te desengañarás de la palomas!