La noria generosa de la que extraía sus convencimientos se alimentaba en napas de sano espíritu. Opuesto a la negatividad ofuscada y a la soberbia arrolladora del mero funcionario ideológico, y cuanto menos del tecnócrata para quien el mundo es estadística y un elenco de repetidas cacofonías, Andrés Sabella mantuvo un constante y alentado espíritu de fraternidad.
Podría atribuírsele, un franciscanismo de la mejor ley. Coherente con ese gesto de abrazo, su obra toda no podía mellarse en tibieza indiferente, pero tampoco quedar anegada por la amargura del espíritu destructor de la acedia. Resaltaba del mundo que le correspondiera compartir la renovación de las llagas y las lacras de siempre; pero acompañando tales miserias a base de los opuestos repertorios como son la armonía, tersura y fiesta de ser.
Capaz de asimilar diferentes niveles de la existencia, mantuvo sus ideales en las lindes de un acendrado realismo. De sus obras, el ser humano confirma su pertenencia a una riqueza mayor que, ninguna de las contrariedades, sabría acallar. El luchador, lo mismo que el inerme, son personas en quienes se adivina, se siente, se escucha aquella voz interior con que cada quien, en los textos del escritor, se habla cuando el sufrimiento y la incerteza pretenden asfixiarlo.
Y si en la prosa narrativa alojó el encuentro y el desalojo humanos, también dio cabida a la infancia, a la fe encarnada en situaciones que, desde el borde de sí, aceptan propagar los latidos hechos de precariedad y de esperanza, tan tiernos como indignantes -según fuese la docilidad hermana o la agresiva ofensa que pusiera sobre el tapete-, pues la matización de la experiencia incluye el sufrimiento y la inocencia, lo mismo que el valor y la insania; sobre todo la belleza, ese resplandor de lo creado en cuyo origen existe un Creador universal no menos que íntimo.
Innegablemente, queda intacta la perenne lucha del bien y del mal en muchos pasajes de sus libros.