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Campo y mina

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Andrés Sabella

Federico Gana (Santiago, 1867-1926), su obra y la de Baldomero Lillo (Lota 1867-San Bernardo, 1923), continúan siendo angulares, lecturas obligadas de quienes quieran penetrar con guías insobornables a la verdad de nuestros campos y de nuestras minas de comienzos del siglo pasado.

Lillo saltó a la literatura con el impulso del que no temerá jamás ninguna dentellada de los poderosos, por denunciar la injusticia, consciente de su misión de revelador de las llagas que angustian al hombre, su hermano.

Así, las viejas minas lotinas fueron expuestas, como una infracción al más elemental respeto humano. Equilibrando su visión, vino, paralelamente, la obra de Federico Gana, cuyo cuento 'La Maiga' apareció en la 'Revista Ilustrada' del 15 de julio de 1897, estableciendo el surco definitivo de lo que, en seguida, Mariano Latorre llevaría al maestrazgo: la escuela 'criollista'.

Nadie ha regateado a Gana su condición de primer cuentista chileno campesino. El tomó al campo que conocía y que amaba -el de Linares- y lo convirtió en cuartillas de escritor. Domingo Melfi, en sus Estudios de Literatura Chilena (1933), reconoce que Lillo 'es el primero de su generación que baja al fondo de las minas chilenas en busca del documento directo'; y que Gana, cabalgando con la seguridad 'del dueño del fundo', penetra a los campos, oye a su gente y, herido por sus dolores, se llena de 'piedad secreta hacia los humildes, que es la característica de los amos antiguos de la tierra chilena'.

Lillo no se solazó en dibujos preciosos: trazó sanguíneas mineras. Gana no explotó el campo, procurando solamente ventajas estéticas. Sintió el llamado de un deber superior: el del escritor, el de su inteligencia unida a su ternura humana.

El tratamiento del dolor ajeno es muy semejante en ambos. Lillo no gesticula, no se embadurna la boca con demagogias. Es tanta la violencia de sus cuadros mineros, que le basta con exponerlos. Sus lectores sacaran, cabalmente, las cuentas de su protesta.

Linterna