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MI REENCUENTRO CON EL DR. RENDIC

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Hace unos días, caminando por calle Latorre, me encontré frente a la Casa de la Cultura y sentí un impulso inexplicable por ingresar allí. No la conocía, ni tampoco sabía lo que ella encerraba. Junto a mi esposo, entramos y lo primero que nos llamó la atención fue un aviso de una exposición de afiches de Santiago Nattino en el Museo Andrés Sabella. Entramos al Museo y un amable funcionario nos habló sobre el autor. Enseguida pasamos a la sala de don Andrés Sabella, con sus muebles, fotos, varios objetos personales y sus coloridos dibujos. Fue muy interesante aprender sobre este gran poeta antofagastino. Para nosotros, Andrés Sabella era sólo el nombre de una avenida.

Hasta aquí el Museo nos pareció importante y muy aleccionador. Pero, sin antecedente previo, al ingresar al último recinto, la sala Antonio Rendic, me quedé sin palabras, ya que bruscamente volví a mi infancia y muchos recuerdos se agolparon en mi mente. Yo soy de Calama y de niña, toda vez que viajábamos a Antofagasta, mi papá, nos llevaba a mis hermanos y a mí a la consulta del Dr. Rendic para que nos hiciera un chequeo. A mí siempre me llamaba la atención, pues lo encontraba una persona distinta a todas las que yo conocía. No puedo describir lo que lo hacía diferente, pero lo sentía único, quizás sería porque sus ojos eran muy transparentes y bondadosos.

Casada ya, me radiqué en Antofagasta, donde nacieron mis hijos. Cuando mi hijo Jorge Astorga cumplió dos años, se enfermó de tos convulsiva. Yo lo llevé al Consultorio de la Corvallis, donde el médico que lo atendió determinó que se le tenía que sacar sangre de la arteria del cuello y ponérsela en otra parte del cuerpo. Me negué, porque me pareció demasiado doloroso para una creatura tan pequeña. El doctor se molestó y me dijo que era mi responsabilidad si le ocurría lo peor. Yo me mantuve firme, ya que en ese breve tiempo, recordé al Dr. Rendic de mi infancia y me decidí a correr el riesgo.

Al día siguiente, muy temprano, llegamos a su consulta. Mi hijito estaba bastante decaído y con fuertes accesos de tos. El doctor nos acogió con mucho cariño. Nada en él había cambiado. Era la misma persona bondadosa, que yo había conocido en mi niñez. Extendió un paño muy blanco sobre su pechito y puso su cabeza para auscultarlo. De repente, veo que se levanta y sonriendo dice: Pero, Juanito, te vas a mejorar muy rápido, ya que tienes mucha fuerza en tus dientes. Al ver tan cerca la cabeza del doctor, mi hijito lo mordió. Yo le pedí disculpas, pero él me aseguró que no era la primera vez que ocurría, que no debía preocuparme. Le conté el tratamiento recetado en el Consultorio y él me dijo que no era necesario seguirlo, pues bastaba que, por tres días lo paseara al atardecer, cuando el rocío empieza a caer, a orillas del mar y que, ya al segundo día estaría sano. Así lo hice y puedo asegurar que sus palabras se cumplieron fielmente. Al tercer día la tos había desaparecido.

Más que los paseos, yo creo que un milagro se produjo en el momento en que el doctor auscultó al niño y lo tocó con sus manos. Yo sentí una sensación de paz, de confianza. Hoy, doy gracias a Dios por haberme permitido conocer a un ser excepcional, a un santo que estuvo entre nosotros.