Norte, pasado remoto
La visión geográfica del Norte de Chile deja una extraña sensación de misterio a quien lo mira desde la orilla del desierto. Y esta orilla bien podría ser el camino, un puerto o la invisible ruta del aire. En ese trance uno se pregunta por qué el paisaje sediento y solitario nos vuelve los ojos hacia el pasado e inevitablemente pensamos en la vida ancestral, en los rastros del hombre pretérito y en una soledad perdida en el tiempo más que en lo territorial. El desierto es el pasado de la tierra. Difícilmente el viajero podría enfocar su pensamiento hacia el futuro y proyectarlo hacia miras por venir. Tal vez sea esta diferencia de perspectiva la que golpea más hondo con respecto al paisaje agrícola y eglógico de las otras zonas del país.
El Norte es un pasado remoto, mucho más lejano que la simple memoria del hombre, en lo histórico, político o social. Las piedras de caprichosa rudeza material, los salares de fría muerte desdibujada y los lentos lomajes que se arrancan por los arenales o por la interminable línea de la lejanía siempre terminan por hundirnos en una sensación de vida remota, perdida ya, olvidada por quienes jamás la conocieron.
Con respecto a esta parda y arrugada tierra hay cosas más ignoradas y desconocidas que otras. Nos ha tocado ver, por ejemplo, diversos mapas y libros que explican en detalle toda la geografía salitrera del largo Norte que corre entre el extremo superior de Tarapacá y el extremo inferior de Taltal, con detalles técnicos de acuciosa sabiduría. Y el hombre se interesó por estudiar las cosas del salitre hace ya mucho más de cien años. También mapas relativos a la más vieja minería, la de los primitivos españoles y la de los incas, que aprovecharon los conocimientos del aborigen lugareño para procurar sus riquezas. Y de esto ya hace más de cuatrocientos años, a lo menos.
O mapas relativos a los lugares donde la naturaleza feroz del desierto conserva más claramente los fósiles que son el más remoto archivo de la tierra.
Mario Bahamonde, Revista Áncora