La Cueca
Entre las cosas mejores vistas en la tierra de Chile, primero en treinta años de tenerla contra el pecho y, después, en doce de llevarla en la memoria, rescato la cueca.
Cuando septiembre nos devuelve los días buenos y en las lonjas de viña o del trigo, la vendimia o la trilla, se quiebra el invierno, la cueca comienza a hervir en nosotros como un mosto; la cueca va y viene, y en la luz de los valles lo mismo que las lanzaderas que corren a lo ancho del telar.
Hombres de remo y de azada y mujeres de cunas y podas, todos ellos carne batida de tirsos, abren sobre la era grande o en el patio de la casa la cueca que es la pelea de dos temas y de dos expresiones. El canto y el baile suben y bajan de la violencia a la melancolía; el frenesí se rompe en la ternura y a lo largo de las estrofas ninguno acabará ganando.
Limos del Llano Central, costras de la pampa o playas nuestras, todo eso ha saltado y gemido como un tambor loco de los talones bailadores, toda tierra chilena ha clamoreado de un taconeo febril, que se parece a los pisadores del lagar.
La cueca tiene doble entraña y doble índole porque la bailan hombre y mujer, y a los dos, a varón y varona, ha de complacer y manifestar. Por eso ella tiene del fuego y del aire, del reto y del acatamiento.
Va el hombre en un enroscado torbellino y la mujer sale a su encuentro, casi se deja coger de la llamarada, y luego lo burla con el bulto, sin quitar al hombre la presencia y siguiéndole con su vista amante.
La cantadora "lacea" con rasgueo y voz a la pareja hazañosa; pero el coro, que aquí no es mudo, lanza sobre ella además las interjecciones que adulan o escuecen, que mofan y alaban.
Vuelan sobre el grupo báquico los pañuelos, el alcohol y la pasión.
La raza sin muerte, caldo de una sangre subtropical, cuerpos que están vivos de mar o de luz de altura, baila su orgullo vital, bate su entraña que no quiere ensordecer, danza la vieja fiesta del amor cerca del mar, que se la enseñó frenética, y de la montaña, que se la contó ritual.
Gabriela Mistral, Madrid 1934