Hace unos días este Diario publicó un reportaje referido a distintos segmentos de la población que están excluidos de los logros de nuestra sociedad. Naturalmente el asunto ha causado obvio impacto por lo conocido al interior del Servicio Nacional de Menores, donde se han registrado poco más de 1.300 niños fallecidos en distintas circunstancias durante la última década.
El hecho nos causa -y así debe ser- dolor y vergüenza a todos, en ningún caso sólo a los organismos a cargo, ya que evidentemente hay un fallo como sociedad. Definitivamente no podemos pretender que el aparato público sea el único responsable de cuestiones que todos observamos a diario.
Los niños son un enorme desafío y responsabilidad, sin duda, toda vez que son el futuro de la sociedad. Sobre todo a ellos hay que protegerlos y empujarlos para que desarrollen su máximo potencial. Así, quienes no pueden acceder a un establecimiento, aquellos que no son estimulados a una edad temprana o no tienen accesos al descanso, el juego, a la lectura, sin duda están en una situación de desventaja.
En el otro extremo se ubica la tercera y cuarta edad. Nuestra región tiene casi 67 mil personas en esta condición y buena parte se encuentra en condiciones económicas desmejoradas, pero también, en desamparo, soledad, enfrentados a enfermedades, muchas veces costosas, una situación delicada en el ocaso de sus existencias.
Lo mismo los enfermos, aquellos que están recluidos, los inmigrantes, los pobres, los que viven en la calle, o en una toma, todos segmentos de personas que por distintas razones enfrentan dificultades y en ocasiones pierden la esperanza.
Y el asunto no es esperar que el establishment ofrezca todas las soluciones. Ciertamente nosotros también podemos hacer mucho, las personas, la gente normal, la que tiene el privilegio de un empleo, salud y una familia.
Construir comunidad con las personas es una obligación ética y nos hace mejores, porque son estas las que levantan modelos y erigen mejores o peores modelos para la convivencia.