Hace unos días observamos la agresión al empresario Andrónico Luksic, un hecho repudiable, que no corresponde, ni es lo que esperamos para un país que a ratos parece más empeñado en acentuar sus diferencias, más que en enfatizar aquellas cosas que nos unen.
¿Qué hace que un individuo lance una piedra a otro? ¿Son las mismas que tiene un sujeto que arroja bombas molotov en contra de un carabinero? ¿O que destruya la propiedad pública y privada por el símbolo que parecen representar?
¿Hay explicaciones para algo así? Difícil, sin duda.
La violencia, sobre todo verbal parece desatarse en el país, particularmente en redes sociales, donde se aprecia una especie de resumidero de las malas características de nuestra sociedad. Odio, comentarios que rayan en lo absoluto, incapacidad de encontrarse, ni siquiera de ánimo para el diálogo, porque quien piensa distinta es derechamente mi enemigo, o alguien a quien vencer.
El fenómeno se repite cuando hablamos de los extranjeros y se cae groseramente en generalizaciones odiosas, o con los pobres, los pueblos originarios, o las minorías de todo tipo. Todas son inaceptables, en todos los casos.
Ciertamente estos no son la mayoría de los chilenos, tampoco lo es el sujeto que lanzó la piedra, o el que acusa al mundo político de corrupción ante el más mínimo hecho. Si algo ha caracterizado a los chilenos es que somos una nación de personas respetuosas, sencillas, modestas, características que lamentablemente parecen estar cambiando conforme nos hacemos más ricos, disconformes e individualistas.
La violencia no puede ganarle a la nación, no puede destruir a la sociedad desde adentro, lentamente y ante la pasividad de una mayoría que sólo observa como hechos, incluso delictivos, comienzan a repetirse y generamos una permisividad o incluso una especie de comprensión.
Chile tiene fricciones patentes, todos las reconocemos, pero tal realidad no puede ser la justificación para las respuestas del odio, tanto verbales, como físicas. Todas están mal y no pueden tomar el avance.