El soneto de Arvers
Alguien me pide que hable de Félix Alexis Arvers, el poeta del celebérrimo soneto en que el enigma de una mujer coloca sobre nosotros el aura de las fascinaciones. Este parisién, hijo de un vendedor de vinos, llegó a la inmortalidad por la belleza y ternura de un soneto. Escribirlo es empresa inquietante y terrible: en los 14 endecasílabos no deben ni faltar ni sobrar palabras. El soneto es la cabalidad. Cuando los poetas lo escriben de talladura perfecta pueden ya morir, pesando su posteridad.
Pudo ser abogado. Prefirió el ejercicio desgarrador de la Poesía. Alcanzó a publicar un libro: Mis Horas Perdidas. Alberic Cahuet, dice que de todas las horas que perdió, sólo una le resultó plena: la que demoró en contar la bella novela de su ternura.
"El de Arvers" contó con una musa de reales encantos. No fue Adela Hugo. Fue María Nodier. El cuentista Carlos Nodier acostumbraba a celebrar cordiales y magníficas sesiones literarias en su hogar. La historia literaria alude a las Veladas de El Arsenal. Allí, en medio del humo de cachimbas y de vanidades, se forjó el Romanticismo. María asistía a estas sesiones. Arvers, desde el primer encuentro, fue su adorador. Se cuidó de no manifestárselo y, en 1831, María casó con un estudiante de Administración de Finanzas: Monsieur Mennessier, hombre que representaba un venturoso y tranquilo porvenir. Arvers, cayó en melancolía y cuando ella le solicitó un poema para su álbum, el llagado poeta le escribió el soneto en que bajo la bruma de los símbolos palpitaba su corazón amante. ¿Lo comprendió María?
Después Arvers desaparece de la escena literaria, se le encuentra intentando el teatro y llegan la ancianidad y la muerte para cubrirle de laureles sin que lo sospechara. Pues al morir, concede más luz de nostalgias a su imagen, que, evocamos y saludamos por la pureza y la autenticidad de su romanticismo. Arvers es aquella estatua cubierta de luna que todos escondemos en la plaza más solitaria de nuestro corazón.
Andrés Sabella