ENTREVISTA AL DR. RENDIC (Tercera parte)
Entrevista realizada en la casa del Doctor Antonio Rendic, el 7 de junio de 1975.
Ese afán de tranquilidad que hace traslúcidas sus poesías, enriqueciendo, aún más, el anhelo de vivir una vida pacífica, una vida interior fuerte, sin ruidos que la perturben; estar como usted lo ha dicho, en la paz de un rinconcito. ¿Significa, esto, aislarse de los demás o recogerse un instante para meditar?
-Nunca he procurado aislarme de los demás; al contrario, busco a mis semejantes para convivir con ellos, para sentir sus palpitaciones, sus necesidades, su modo de pensar. Me gusta la soledad, sí, porque en ella me encuentro a mí mismo. Ese es mi único afán de aislarme, momentáneamente, del mundo para vivir mi propia vida interior.
¿Y qué es el mundo para usted?
-El mundo, para mí, no es nada más que una gran familia, a la que yo pertenezco y amo de veras, sin distinción de raza, de pigmentos, de color ni de continente.
Su respuesta me trae a la memoria algunos poemas que aparecen en su libro Siembra de Otoño, tales como "Así es", "El látigo", "La carreta", en que defiende al negro y fustiga al blanco y otros, como "Espiga", "Molino, "Pan, en que su crítica va dirigida a los malos patrones. ¿Cómo explica este tipo de poesía, que no es común en usted?
-Yo siempre he considerado en cada hombre un hermano, un ser a quien amar, a quien querer, a quien ayudar y a quien servir. Yo sé lo que es el dolor de muchas razas, que se consideran aún, en la actualidad, como razas inferiores, olvidándose por completo que tienen un alma igual a la nuestra, que sienten igual a nosotros, que sufren igual a nosotros y que tienen nuestras mismas necesidades. Cuando critico a los patrones, me refiero a todos aquellos que se olvidan que los demás tienen sensibilidad y que son seres iguales a ellos, que se sobrepasan un poco en su modo de tratar a sus inquilinos, a sus obreros; a ellos les diría antes de hablar, de proceder, pónganse la mano en el corazón y digan si acaso el inferior merece ese tratamiento.
En sus obras le ha cantado a Dios, a los hombres, a la naturaleza, pero hay muy pocos poemas en que se refiere a la niñez. ¿A qué se debe esto?
-Efectivamente, hay poca niñez. Yo salí de mi casa a la edad de doce años. Me formé como interno en el Liceo de Copiapó. Llegué a Santiago y toda mi vida ha sido una vida de esfuerzo y de trabajo. Se puede decir que yo no he tenido la niñez que han tenido otros. Para mí la vida ha sido esfuerzo, trabajo y sacrificio y quizás sí en ese crisol del esfuerzo y sacrificio he templado mi espíritu y he podido conseguir lo que deseaba ser.
Qué opina de la vejez ahora que bordea los 79 años?
-La vejez es sólo una etapa de la vida: hay viejos jóvenes y jóvenes viejos, pero, para mí, la vejez es aquella época en que el hombre empieza a desprenderse de las cosas de la vida y a juzgarlo todo, con calma. Es la época en que se busca la quietud interior, en que el hombre juzga con discernimiento, en que jamás avanza una palabra que pueda herir o perjudicar al prójimo; esa es la vejez.
¿Y el amor es esta época, doctor?
-El amor de la vejez es muy distinto del amor de la juventud, a ese amor impetuoso de los veinte o treinta años. El amor de la vejez es un amor tranquilo, pero profundo; un amor que, sin ser llama, no deja de quemar.
Usted cita a la rosa en casi todos sus poemas; ¿es acaso símbolo del amor?
-Me vais a permitir que haga una pequeña indiscreción respecto a la rosa y por qué la cito. Hay una especie de tradición oral de que allá, en las tierras de Judea, cuando se abrió la tumba, la probable tumba donde estaba la Virgen sepultada, en vez del cuerpo de esa santa mujer se encontró un manojo de rosas. Yo quisiera que esas rosas aromaran toda mi producción literaria y no solamente mi poesía, sino mi propio corazón, que fueran parte de mi propia alma. De ahí viene que yo cite, casi en todo, a las rosas.
Doctor, usted es un hombre muy religioso, un hombre que siente a Dios en su interior. ¿Sintió, en algún instante de su vida, el llamado a la vida sacerdotal?
-Para ser sacerdote hay que tener una sincera vocación. Para servir a Dios como lo sirven los buenos sacerdotes, hay que tener una predisposición especial que yo, a pesar de ser profundamente creyente, de amar a Dios sobre todas las cosas, desgraciadamente no la he tenido, y por lo tanto, no fui ni podré ser sacerdote. Nunca pensé en entrar a un noviciado, menos cuando empecé a estudiar medicina, porque podría servir a Dios desde otro ángulo. Creo que el hombre de bien, desde el más humilde al más encumbrado, puede servir a Dios en su medio siempre que sienta un profundo amor por el prójimo.