El Simce a la pizarra
La llegada de los resultados de la prueba Simce suele ser motivo de estrés para muchos colegios. Dentro del caluroso debate educativo de los últimos años, esta medición ha sido odiada por unos y defendida por otros. En un lado es homogenización, lo opuesto de lo que podríamos considerar calidad, mientras que en el otro permite distinguir lo bueno de lo malo, supuestamente. Dos veredas de ese debate que se polariza en la superficie, sin detenerse a buscar la profundidad que requiere la reflexión pedagógica.
Es cierto, las mediciones estandarizadas no atienden a la diversidad, pero la vida nos exige a menudo a todos de la misma manera. Es cierto, hay quienes entrenan a sus estudiantes o peor: incentivan la inasistencia de los que tienen bajo rendimiento académico. Malas prácticas que atentan contra un aprendizaje significativo. Pero también hay muchos colegios que lo viven como una oportunidad para saber dónde están parados y visibilizar el impacto de su mejoramiento continuo. He visto cambiar de opinión sobre la prueba a profesores, apoderados y estudiantes cuando llega un buen resultado, porque si el resultado es bueno cobra un valor inesperado, una potencia que valida.
Ahora, sucede que la prueba del Sistema de Medición de la Calidad de la Educación es sólo una herramienta. Como un termómetro, como un martillo. Nada saco enojándome con el termómetro si tengo fiebre, es sólo un dato. Detrás del número hay mucho que revisar antes de iniciar acciones. Cómo lo interpreto y para qué lo uso es mi responsabilidad. Quién tiene el dato puede construir o destruir con él. Tampoco puedo enojarme con el martillo si alguien lo usa para romper. Aquí donde radica el gran problema: el sistema validó un uso de los resultados que no nos ha conducido a la calidad. Hablamos de un estilo que rompe, entre otras cosas, el estado de ánimo de los educadores. Lo sabe bien la Agencia de Calidad de la Educación que hizo un buen trabajo incluyendo los "otros indicadores de calidad".
Pero aún no se ha solucionado lo más importante: cómo hacer que el dato principal, el nivel de aprendizajes logrados, sirva para navegar hacia un mejor sistema educativo. Para eso es momento de dar espacio a las preguntas: Si los resultados del Simce nos dicen que en la última década la brecha socioeconómica en matemática, por ejemplo, se reduce un punto por año en cuarto básico y se mantiene igual en octavo básico y segundo medio (66, 79 y 110 puntos respectivamente) ¿Quién evalúa el impacto de las políticas públicas en el aprendizaje? ¿Sirve que la prueba se aplique en octubre y sus resultados aparezcan muy entrado el año escolar siguiente? ¿Podemos permanecer indiferentes repitiendo año tras año el mismo proceso? ¿Cómo podrían influir en el sistema general esfuerzos aislados de buenos resultados? ¿Podemos validar con los profesores, corazón del fenómeno pedagógico, lo que sirve en el aula y lo que falta? La educación chilena necesita urgentemente una conversación amplia, profunda e integradora que pueda darnos luces para salir de este túnel. Idealmente, esta conversación debiese ser el gran resultado de esta nueva aplicación de la prueba Simce.
Víctor Berríos