Conocí a Patricio Aylwin. Nunca tuve alguna cercanía hasta el momento de incorporarme a su gobierno, pero estaba en mi radar, tanto por un vínculo familiar entre su padre, Miguel Aylwin Gajardo, y mi abuelo Diógenes Barrios Gajardo, como por el hecho que desde que tuve uso de razón ya era una figura pública de envergadura.
De joven lo veía como lo veía casi todo el mundo: como un político algo gris, dubitativo, negociador, sin el fuego de un Frei Montalva, alejado del espíritu utópico y mesiánico propio de esa época. Eso mismo, quizás, le llevó a ser pieza clave del intento que promovió en cardenal Silva Henríquez para alcanzar un acuerdo que evitara el golpe de Estado, y que fracasó porque el Presidente Allende no pudo imponer su autoridad sobre sus propias fuerzas.
Más tarde -cuando yo mismo había abandonado tales ínfulas- me lo topé algunas veces en esa magnífica creación de Edgardo Boëninger, que fue el Grupo de los 24. Me pareció verlo apagado, como si se echara la culpa de la tragedia que desencadenó el triunfo de la intransigencia y el dogmatismo.
Volví a toparme con él en 1987, cuando era presidente de la DC. Con un grupo de colegas habíamos realizado una serie de estudios de opinión con la asesoría de consultores estadounidenses, de los que se desprendía que el único camino para desprenderse de Pinochet era la participación en el plebiscito de 1988, y que la condición sine qua non para el triunfo era unir a la oposición en una suerte de "concertación por el No".
Decidimos entonces hacer lobby con los principales líderes políticos para contarles esto. A mí me tocó Aylwin. Me recibió solo, en el luego famoso edificio de la calle Carmen. Me escuchó respetuosamente, como lo hacía siempre.
En el verano de 1990 me llamó para pedirme que fuera director de Dinacos. Todos mis amigos me recomendaron rechazarlo, pero lo acepté. Trabajé en su gobierno los cuatro años. Me propuse eso, acompañarlo hasta el final. Fue ahí que lo conocí en más profundidad y comprendí mejor su filosofía acerca de la vida y la política.
Él era -para usar el término de Albert Hirschman- un "posibilista". Líderes que actúan no en función de dogmas o modelos teóricos, que no pretenden escribir desde una página en blanco, que asumen la historia como una obra provisoria que se construye a pedazos, que cuando se encuentra con una resistencia demasiado grande buscan los puntos débiles que ofrezcan menos oposición, que actúan con sencillez, tacto y humildad, que aceptan los desacuerdos, que promueven el diálogo y los entendimientos; en fin, que se conforman con alcanzar sus objetivos "en la medida de lo posible".
Hirschman lo llama "reverencia por la vida". Yo le llamaría la sombra de los ancestros; de Miguel y Diógenes.
Eugenio Tironi
Sociólogo y excolaborador de Patricio Aylwin