"Una canción de Bob Dylan..."
"Aquella tarde de primavera, luminosa y asfixiante, mi equipo de fútbol perdía por dos goles, y ambos habían sido culpa mía. Durante la madrugada había chateado con mi hermana Lupe que vive en Seattle, confirmando las peores sospechas: a nuestra madre, mi vieja, como la he llamado siempre con cariño al nombrarla frente a amigos y extraños, no le quedaba mucho tiempo. El cáncer estaba generalizado. Y generalizado significaba que se había extendido hacia otros órganos del cuerpo, lo que se llama metástasis, sinónimo de fin. Un montón de pensamientos cruzaban por mi cabeza, pero se me escapaban como los balones que llegaban a mis pies. Me gobernaba la impotencia de no tener el control, dentro y fuera de la cancha, o dónde diablos estuviera, porque en ese momento todo me parecía tan irreal, vaporoso, como si me hubiera quedado atrapado en el entresueño. Tenía la impresión de correr en cámara lenta. Miraba hacia la grada, al banco de suplentes, y repasaba la cantidad de partidos en que la voz de mi vieja había resonado feroz, como el grito del hincha que quiere entrar al campo para salvar a su equipo.
-¡Vamos, cholo!
¿Había algo que yo pudiera hacer de verdad para salvarla a ella? De pronto, después de varios años viviendo en otro país, me preocupaba que el tiempo no alcanzara para sentarnos a conversar cara a cara, y pedirle perdón por mi indiferencia, por escribirle solo cuando necesitaba dinero..."
"Así como hay personas que corren maratones y prometen llegar a la meta, o hacen peregrinaciones a sitios sagrados, apenas supe que mi vieja estaba enferma hice un trato conmigo mismo: si mi equipo ganaba todos sus partidos ella se recuperaría. Y esa tarde de primavera, después de empatar, metimos dos goles más que nos dieron la victoria. Me acuerdo que al marcar el tercero me arrodillé en el medio del campo y grité lo más fuerte que pude. Hacía un mes estaba gestionando la visita de mis viejos a España, yendo a la comisaría para hacerles una carta de invitación que me negaron y en dos semanas todo había cambiado.
Regresé a mi departamento de Malasaña con una felicidad que necesitaba compartir. Miedos y problemas: los callo y los proceso por mi cuenta. Después los escribo. Es la forma que he elegido para hacerle frente a las penas. Escribir es mi terapia, me permite darme cuenta de mis errores, aunque luego vuelva a equivocarme. Reconozco que soy cerrado como mi papá, y sentimental como mi vieja cuando la piel se me ablanda. Por eso, obedeciendo a mi lado materno, llamé a casa desde un locutorio. Le relaté el partido a mi papá y después a Daniel. Luego pusieron el altavoz del teléfono para que mi vieja pudiera escucharme. No dijo nada. No podía. Volví a casa y me encerré en mi habitación. Quería llorar y no me salía. Estaba en shock. ¿Cuánto tiempo le quedaba de verdad? El doctor había dicho que entre tres y seis meses. Muy poco para todo lo que le faltaba hacer. Yo sabía que ni ganando todos mis partidos se salvaría, pero necesitaba aferrarme a cualquier cosa, como esos hinchas que cierran los ojos y cruzan los dedos cuando se va a patear un penal en contra de su equipo".
"Escuchaba las mismas canciones, hipnotizado frente al ordenador: «I fought in a war» de Belle and Sebastian, «Bluer skies» de The Feelies, «I couldn't say it to your face», de Arthur Russell, y otras más que guardé en una lista. Ninguna era de Bob Dylan. Canciones tristes que interpretaba a mi manera, preparándome para un final que no sabía cómo contarme a mí mismo. Las letras de esas canciones hablaban de mi vieja, una mujer que había estado peleando sola en la guerra contra el cáncer, hasta que el enemigo se hizo visible para todos. Chateaba con Lupe, coordinábamos nuestras fechas de viaje para coincidir aunque fuera unos días. Hacía seis años que los cinco no coincidíamos. Cuando no me llegaban correos con novedades sobre mi vieja, llamaba a casa. Y ella me escribió un último mensaje: Toma las cosas con calma, hijito, ya sé que estamos lejos pero a la vez muy cerca el uno del otro. Te quiero mucho".
Sergio Galarza
Montacerdos 170 páginas
$12.000
Fragmentos de fútbol y dolor