Zoología urbana
Veo por la ventana de mi casa en cerro Bellavista cómo algunos gatos del barrio, que son hartos, pasan del enorme techo de una casa, que está en la ladera de una quebrada, límite con la otra colina, hacia el cerro San Juan de Dios. Quizás el espíritu de agosto sigue campeando en ellos. Veo otros techos y otros gatos, que pasan de la vida urbana a la selva, algunos de ellos, incluso, deben ser el típico gato de chalet que se transforma por un rato en gato de campo. Merodean, juegan, saltan, rastrean probablemente a su enemigo clásico. Se pierden entre matorrales y arbustos, imagino que se les estimula el gen cazador del felino original. Contrastan estos vecinos gatunos con los que hay en el pasaje por el que debo transitar para llegar a la Escalera Chopin, por donde accedo al plan. Zona plagada de unos mininos guatones mal criados, ubicados en los aleros de unos ventanales. Esto ocurre en la quebrada desde la que observo. Bajo por ahí, esquivando la otra escalera, la oficial del barrio-cerro, que es la que llaman La Fama, porque comienza junto a una botillería del mismo nombre en Ecuador. Esta escalera suele estar intervenida por gente dañada (alcohólicos profundos, panquetas agresivos o flaites amenazantes consumiendo droga) o por estudiantes haciendo la cimarra, o incluso por pendejos artisticoides que creen que ahí hay una verdad estética.
También, en este contexto zoológicamente determinado, están los perros, siempre tan emblemáticos de Valpo, y que la gente quiere mucho. Casi todos son alimentados y abrigados por gente anómima o animalistas, que suelen hacer algo de show a veces, por eso de la histeria protagonística de las causas justas. Los perros son más dependientes de nosotros, necesitan de nuestro cariño, nos siguen cuando los tomamos en cuenta o les acariciamos la cabeza; nos hacen fiesta por si cae algo. Muchos de ellos identifican a los turistas que también los alimentan. Incluso una vez vi un reportaje de una familia gringa que se encariñó tanto con uno que lo vinieron a buscar. Conozco a uno al cual le seguí su recorrido. Lo conocí en una tienda que hay frente a la plaza Aníbal Pinto en donde suele dormir la siesta, pero su radio de acción se extiende hasta la escalera Chopin, lugar en que es acogido por una familia que lo regalonea. En medio de eso está la casa de la que se supone que es la dueña, aunque el perro, del que no sé su nombre, ejerce como callejero. He tratado de llamar su atención, pero es indiferente, tiene una actitud de suficiencia, porque está sobrado de cariño. Al parecer tiene horarios, porque a veces lo veo muy apurado corriendo a uno de los puntos en que le dan alimento.
Cambiando de especie, el otro día vi a un caballo que era alimentado por su jinete, con restos de las verdurerías cercanas, cerca de la plazuela Ecuador; hacía rato que no lo veía, supongo que será el mismo que viene de la parte alta, más allá de Avda. Alemania y que luego pasa por el mercado Cardonal y se lleva unos sacos de alimentos, creo. Me imaginé que ya andaba levemente endieciochado. Me gustan los caballos, me gusta su olor y su apostura; los usé mucho en el sur y hasta tuve un carretón para las faenas de transporte agrícola, tengo afinidad con ellos. Le saqué una foto con mi celular sin que el jinete se diera cuenta. En eso soy pudoroso. Me alegré de ver la escena.
En la escala animal, lo más despreciable es la especie humana adulta, ya es un tópico literario. Imagino que nuestra conciencia paradojal mata el mundo. Es la primavera y sus síntomas que, irremediablemente, nos pone depresivos.
POR Marcelo Mellado*