Ha respetado a los caídos. Ha despreciado a los burgueses: su ideario sigue intacto, desde que lo hizo volar por los aires de Antofagasta, sobre las olas y la ciudad, en cientos de papeles desde una avioneta, de esas que no tenían cabina. Andrés Sabella cayó desde el cielo ese verano de 1927, detrás de "Carcaj". Entonces tenía 16 años y un tatuaje en su brazo izquierdo. Y con el fuego de esa edad y, el roce marino, sus primeros versos-volantes proclamaban: "Encender todas las fogatas y tenderse de bruces, como poseído, para besar la tierra". Un periodista de la época y de la zona, Santiago La Rosa, lo echó al mundo literario: "Ha nacido un poeta", escribió.
Vino a la capital llamándose "provinciano que sigue provinciando". Se reencontró con imborrables amigos, recuerdos persistentes de una época universitaria y de literatura.
Participó en un coloquio sobre libertad de expresión y en una sabrosa intervención recorrió la historia de Chile, desde Pedro de Valdivia, a través de sus cronistas y periodistas. Y fue a ver a su entrañable y admirado amigo: Pablo Neruda, el poeta. Frente a su tumba, en el Cementerio General, le hizo su homenaje. Le dijo: "Hermano Pablo", y siguió: "Te repito el juego que me pedías en días felices para todos los chilenos: eres el dueño de cuatro vocales esenciales: de la A de Arado, de la O de Oleaje, de la E de Esperanza, de la U de Unidad y de la A luminosa de Amor. La I de Infamia cabe en otros nombres… Ampáranos, Pablo hermano, y enséñanos a pronunciar, las palabras que muy pronto entonaremos: Libertad, Justicia, Paz y Poesía, estableciendo los cardinales de la Tierra y del Hombre!" Y sobre su tumba y sobre las rosas rojas que la acariciaban, vertió salitre del Norte. A los siete años, se fue a vivir con su abuela Delfina. Sus tías viejas hacían música. Su tío Antonio era un lunático: a veces no hablaba durante quince días. Pero con Andrés conversaba. Lo proveía de lectura y se iba instruyendo en lecturas.